Microsoft word - el pensamiento polÍtico de la derecha.doc

La verdad es una; el error, múltiple. No es casual que la derecha profese el pluralismo. Las doctrinas que la expresan son harto abundantes para que, aquí, se pretenda examinarlas todas con seriedad. Pero los pensadores burgueses, que prohíben a sus adversarios utilizar los métodos de Marx si no aceptan en bloque todo el sistema de éste, no vacilan en mezclar con escepticismo ideas tomadas de Spengler, de Burnham, de Jaspers, de muchos otros. Esta amalgama constituye el fondo común de las ideologías modernas de la derecha, y es el objeto de este estudio SITUACIÓN ACTUAL DEL PENSAMIENTO BURGUÉS Bien sabido es: los burgueses de hoy tienen miedo. En todos los libros, en todos los artículos, los discursos que expresan su pensamiento, es este pánico lo que ante todo salta a los ojos. Según una fórmula cara a Malraux, "Europa ha dejado de pensarse en términos de libertad para pensarse en Pero el destino de Occidente, como el de todas las civilizaciones, según Spengler -de quien proviene esta terminología-, es su muerte. Muerte de Europa. Declinación de Occidente. Fin de un mundo, fin del mundo. La burguesía vive a la espera del cataclismo inminente que la abolirá. "Entre las ruinas del presente se lloran ya las ruinas futuras", escribía "Profusión de desastres inducen hoy al hombre a preocuparse por su obra, a dudar del valor de la civilización misma. No sólo se interroga; en el acto se desespera, se mofa de sí mismo" (Roger Caillois, en Liberté de l'Esprit, 1949). "La sociedad necesita superhombres, porque ya no es capaz de dirigirse, y la civilización de Occidente está socavada en sus cimientos" (Alexis Carrel, Réflexions sur la Conduite de la Vie, 1950) . "Nos encontramos hoy entre un fin y un comienzo. También nosotros tenemos nuestros terrores. El proceso en que estamos comprometidos será largo y terrible" (Jacques Soustelle, en Liberté de l'Esprit, 1951) "Todos conocemos la amenaza que pesa sobre la civilización occidental en lo que tiene de más precioso: la libertad del espíritu". (Rémy Roure, en Preuves, 1951.) Y así sucesivamente. El fenómeno no es nuevo por completo. En todos los tiempos los conservadores previeron con espanto, en el futuro, la vuelta de las barbaries pretéritas. "Situarse a la derecha es temer por lo que existe", escribía con propiedad Jules Romains cuando aún no compartía ese temor. En la forma que asume hoy este "pequeño miedo del siglo XX", denunciado por Emmanuel Mounier, empezó a difundirse desde las postrimerías de la primera guerra mundial. Entonces, el optimismo de la burguesía se sintió seriamente quebrantado. En el siglo anterior, la burguesía creía en el desarrollo armonioso del capitalismo, en la continuidad del progreso, en su propia perennidad. Cuando se sentía dispuesta a la justificación, podía invocar en su provecho el interés general: el avance de las ciencias, de las técnicas; a partir de las industrias fundadas sobre el capital aseguraba a la humanidad futura la abundancia y la felicidad. Sobre todo, confiaba en el porvenir, sentíase fuerte. No ignoraba la "amenaza obrera", pero poseía, contra ella, toda clase de armas. "A la fuerza de las guarniciones podemos agregar la omnipotencia de las esperanzas religiosas", escribía Chateaubriand, contento de su astucia. A principios del siglo XX, la situación ha cambiado. Al régimen de la libre competencia ha sucedido el de los monopolios, y el capitalismo, así transformado, empezó a tomar conciencia de sus propias contradicciones. Para colmo la "amenaza obrera" se ha agravado considerablemente, las esperanzas religiosas han perdido su omnipotencia y el proletariado se ha transformado en una fuerza capaz de medirse con las guarniciones. La burguesía empezó a dudar también de las ilusiones que se había forjado: el progreso de las técnicas y de la industria ha demostrado ser más amenazante que auspicioso; y hemos aprendido no a fertilizar la tierra, sino a devastarla. Sin duda, los economistas burgueses sostienen aún que sólo el capitalismo es capaz de lograr la prosperidad universal, pero por lo menos convienen en que es preciso atenuar considerablemente sus formas primitivas. A través de las guerras, las crisis, se ha descubierto que la evolución del régimen no se asemeja absolutamente a una nueva edad de oro. Hasta se ha empezado a sospechar que, en la historia de la humanidad, podría ser nada más que una forma perecedera. Y, confundiendo su suerte con la de todo el planeta, la burguesía ha dado en profetizar negros apocalipsis, y sus ideólogos tomaron por su cuenta la visión catastrófica de la historia que había sugerido Nietzsche. "Después de la primera guerra mundial -escribe Jaspers- cayó el crepúsculo sobre todas las civilizaciones. Presentíase el fin de la humanidad en esa encrucijada en que vuelven a fundirse, para desaparecer o para nacer de nuevo, todos los pueblos y todos los hombres. No era aún el fin, pero en todas partes se admitía ya ese fin como una posibilidad. Todos vivíamos esperando, en una angustia espantosa o en un fatalismo resignado. Reducíamos el acontecimiento a leyes naturales, históricas o sociológicas, o bien ofrecíamos una interpretación metafísica, atribuyéndola a una pérdida de sustancia. Esas diferencias de atmósfera son particularmente sensibles en Klages, Spengler o Alfred Weber; pero ninguno de ellos duda de que la crisis esté allí, y más grave de lo que nunca ha sido". También en Francia se levantan voces angustiadas por esa época. En un ensayo que entonces alcanzó gran resonancia, Valéry tocaba a muerto: nuestra civilización acaba de descubrir que es mortal. Drieu la Rochelle escribe en 1927, en Le Jeune Européen: "Desaparecen todos los valores de que nosotros vivíamos". Más aún: "Me esfuerzo por aproximarme, hasta tocarlos con el dedo, a los caracteres de mi época, y los encuentro tan abominables y tan dominadores que el hombre, debilitado, ya no podrá sustraerse a la fatalidad que enuncian, y que de ella perecerá". Después de lo cual vaticina con firmeza la muerte de lo humano. Pero la burguesía vislumbraba el fin de la humanidad, es decir, su propia liquidación como clase, sólo como una "eventualidad". Le quedaba una esperanza: el fascismo. La ideología nazi convertía el pesimismo en voluntad de poderío. Cuando Spengler anunciaba la declinación de Occidente, daba por hecho que su libro podría "servir de base a la organización política de nuestro porvenir". Proponía al hombre de Occidente la alternativa: "Hacer lo necesario, o nada". Es decir, que lo exhortaba a aceptar un nuevo cesarismo. Drieu sublimaba en el Partido Popular Francés los sombríos vaticinios de su juventud; saludaba en el fascismo un moderno Renacimiento. "El totalitarismo ofrece las posibilidades de una doble restauración corporal y espiritual al hombre del siglo xx", escribía en Notes pour comprendre ce siécle. En 1940, felicita a Europa por haber descubierto al fin "el sentido de lo trágico"; declara que "es preciso introducir nuevamente lo trágico en el pensamiento francés"; pero todo lo que quiere decir con ello es, sencillamente, que Francia debe integrarse en una Europa nazificada. Pero ahora, lo que fue necesario ya es cosa hecha, y en vano. El fascismo ha sido vencido, y esa derrota pesa terriblemente sobre la burguesía de hoy. En el "crepúsculo" que baña la civilización, ya no divisa ninguna lumbre heroica, ningún César. Nada la defiende ya contra las dudas que la asaltan. "Dos guerras mundiales se han necesitado, y los campos de concentración, y la bomba atómica, para minar nuestra buena conciencia", escribía Jacques Soustelle en La liberté de l'Esprit. "Hemos empezado a plantearnos la terrible pregunta: ¿será posible que nuestra civilización no sea la Civilización?" La pregunta está hecha. Y un inmenso coro responde: no lo es. Todos los pueblos que no pertenecen a Occidente, es decir, que no reconocen la hegemonía de los Estados Unidos, y además todos los hombres que en Occidente no son burgueses, rechazan la civilización del burgués occidental. Y, lo que es aún más grave, se han dispuesto a crear otra. Antes de la última guerra, el burgués presentía que estaba por terminar, pero no sabía qué nacería luego. Ahora la barbarie tiene un nombre: el comunismo. Esa es la "cara de la Medusa", como dice Thierry Maulnier; la Medusa cuya visión hiela la sangre de los civilizados. Reina ya sobre la quinta parte del globo: es un cáncer que pronto habrá devorado la tierra toda. Los únicos remedios que la derecha concibe son la bomba y la cultura. Uno es demasiado radical y el otro demasiado poco. En la cólera y el terror, hace suyas las profecías marxistas: se siente perdida. Pensamiento de vencidos, pensamiento vencido. Para descifrar las ideologías de derecha contemporáneas, conviene recordar siempre que se elaboran bajo el signo de la derrota. Desde luego, se vinculan al pasado por toda clase de caracteres, uno de los cuales no perdió un ápice de su importancia desde los tiempos en que Marx lo denunciaba: el idealismo. Separado, por su trabajo y su género de vida, de todo contacto con la materia, protegido de la necesidad, el burgués ignora las resistencias del mundo real: es idealista con la misma naturalidad con que respira. Todo lo alienta a desarrollar sistemáticamente esa tendencia en que se refleja su situación en forma inmediata: fundamentalmente interesado en negar la lucha de clases, no puede cegarse acerca de su existencia, sino rechazando en bloque la realidad. La sustituye por Ideas, cuya comprensión define a su antojo, y cuya extensión limita arbitrariamente. El método, considerado en su generalidad, es demasiado conocido. Marx, Lenin, lo atacaron tan brillantemente que no insistieron más. Nos basta con señalar que todas las derivaciones del pensamiento burgués importan una actitud idealista, y Sobre esta base construíanse antaño hermosos y arrogantes sistemas. Pero esos tiempos en que prosperaban un Joseph de Maistre, un Bonald, se han extinguido. Hasta la de Charles Maurras, a pesar de su debilidad, es todavía una doctrina positiva, y hubo que enterrarla. El teórico burgués sabe que el futuro se le escapa, y ya no trata de construir: se define a partir del comunismo, contra él, en forma puramente negativa. Raymond Aron, por ejemplo, en las últimas líneas de Le Grand Schisme, no se pregunta en qué creemos. Pregunta, en cambio: "¿Qué oponer al comunismo?" Responde: "La afirmación de los valores cristianos y humanistas". Pero es evidente, para quien haya leído sus libros, que dichos valores son el último de sus afanes: sólo le importa la derrota del comunismo. Del mismo modo, en esa especie de manifiesto que inicia el segundo número de Preuves, Denis de Rougemont empieza por declarar: "Estamos más bien desvalidos ante la propaganda totalitaria". Y, a guisa de programa, propone temas de contrapropaganda. Las cosas han llegado a un punto que, respondiendo en 1950 a una encuesta sobre la libertad, en La Liberté de l'Esprit, Léon Werth ha podido declarar: "En 1950, un régimen de libertad se define por su contrario, que es el régimen stalinista". Y sus amigos han alabado calurosamente esta respuesta. Lo que equivale a confesar que la derecha contemporánea ya no sabe lo que defiende: se defiende contra el comunismo, y eso es todo. Y se defiende sin esperanzas. Aquellos a quienes Paul Nizan llamaba "los perros guardianes" de la burguesía, hoy tratan de justificar la supervivencia de una sociedad cuya próxima muerte anuncian ellos mismos. No es tarea fácil esa justificación: su fracaso Histórico descubre a la burguesía las contradicciones teóricas en que su pensamiento se enreda. Jules Romains, en artículo publicado en marzo de 1952 por la revista Preuves, expuso patéticamente su drama ideológico: la burguesía es víctima de los principios que ella misma había creado para uso interno, y que están difundiéndose indiscretamente por toda la tierra. "Todas las civilizaciones se han constituido hasta el presente, y sobre todo han sobrevivido, en la medida en que supieron preservar las diferencias, las conquistas, las desigualdades que habían acumulado lentamente en su provecho; en la medida en que podían parecer inicuas y monstruosas ante la barbarie, el salvajismo, ante los hambrientos y piojosos que las rodeaban". Pero he aquí que "la idea de justicia, o más bien la idea de igualdad de derechos, es - copio- un fuego en la maleza. Querríamos detenerlo en alguna zanja, pero salta por encima. La destrucción de los privilegios, de las diferencias ventajosas, de las conquistas localizadas, es una reacción en cadena que sólo terminará el día en que no le quede nada más por devorar". Estas frases ingenuas plantean, sin ambages, el problema que tienen por resolver nuestros modernos perros guardianes. El Pacto del Atlántico ha obligado a los burgueses a superar el viejo nacionalismo y reservar sus zalamerías para lo que ahora llaman Europa, Occidente, la Civilización. No hay inconveniente en aceptar todo esto: mientras se trate de quedarse entre privilegiados, bien se pueden borrar ciertas fronteras. Pero, justamente, querrían quedarse "entre nosotros", y he aquí que "la barbarie, el salvajismo, los hambrientos y piojosos que los rodean" se agitan, actúan, hablan, amenazan. ¿Cómo negar, después de eso, que existen? El señor de Rougemont puede declarar perfectamente que "Europa es la conciencia del mundo", pero el burgués de Occidente se ve forzado a admitir que ya no es la conciencia única, el sujeto absoluto: hay otros hombres. A estos otros, los privilegios de los civilizados les parecen inicuos. ¿Cómo disipar esa apariencia? Hasta aquí, gracias a las zanjas que la burguesía supo crear, conciliaba sin grandes dificultades la idea de justicia y la realidad de sus intereses. ¿Y ahora? Ni pensar, por supuesto, en renunciar a esas desigualdades provechosas. Entonces, ¿habrá que lanzar por la borda la idea de justicia? La ideología burguesa tiene ciertas tradiciones, y el dilema le resulta doloroso. Toda la dificultad procede del hecho de que la burguesía piense. La nobleza combatía por sus privilegios, y poco le importaba legitimarlos. Entonces, como recuerda con nostalgia Drieu la Rochelle, "pensar era, en última instancia, dar o recibir estocadas". Para la burguesía, en cambio, el pensamiento ha sido un instrumento de liberación, y hoy se encuentra con que esa ideología, forjada por ella en tiempos en que era una clase ascendente, estorba. "Toda nueva clase -escribe Marx- está obligada a dar a sus ideas la forma de universalidad, representarlas como las únicas razonables y universalmente válidas". Su pretensión, añade, es justificada en la medida en que se subleva, en que actúa revolucionariamente. Pero la burguesía se ha transformado a su vez en clase dominante, y en vez de luchar contra privilegios ajenos, defiende hoy sus propios privilegios contra el resto de la humanidad. No puede renegar definitivamente de esa filosofía de las luces cuya verdad verificó en la Revolución Francesa, pero es un arma de doble filo, que hoy se vuelve contra Ella. ¿Cómo justificar universalmente el reclamo de preferencias ventajosas? Es natural que cada cual se prefiera, pero es imposible erigir esa preferencia en un sistema válido para todos. La burguesía es consciente de esa paradoja, y de ahí que asuma, ante el pensamiento, una actitud ambivalente. Marx señala con acierto que hay cierto antagonismo entre "los miembros activos" de la clase dominante, y "los ideólogos activos y conceptivos que tienen la especialidad de forjar las ilusiones de esa clase sobre sí misma". A estos especialistas se los mira con desconfianza. En la derecha, la palabra intelectual cobra fácilmente un sentido peyorativo. Es verdad que también el proletariado tiene por sospechosos a los intelectuales, pero sólo en la medida en que son burgueses; y entre los burgueses son los intelectuales, justamente, aquellos a quienes Marx reconoce la capacidad de elevarse a "la comprensión teórica del movimiento histórico en su conjunto". Mientras que la burguesía desconfía del pensamiento mismo. "Todo buen razonamiento ofende", decía Stendhal. Todo régimen progresista combate el analfabetismo; los regímenes reaccionarios, Franco, Salazar, lo favorecen deliberadamente. Apenas la derecha se siente fuerte, sustituye el pensamiento por la violencia: ya lo hemos visto en la Alemania nazi. En Francia, los camelots du roi y otros fascistas profesaban (cuando eran más que los otros) que más valía golpear que argumentar. "Hoy los hombres ya no tienen espada", suspiraba el pobre Drieu, y la burguesía se siente mucho más desarmada que entonces, hace veinte años. Los norteamericanos, es cierto, tienen la bomba atómica, y de ella se sirven, justamente, a guisa de pensamiento. Pero en Francia, en Alemania, las sublimaciones espirituales son más necesarias que nunca. La burguesía quiere convencer a los otros, y convencerse, de que al defender sus intereses particulares persigue fines universales. La tarea asignada a esos "ideólogos activos y conceptivos" es inventar una justicia superior, en nombre de la cual la justicia se sentirá justificada. Prácticamente vencido, teóricamente acorralado en unas contradicciones insuperables, cabe preguntarse por qué el intelectual occidental se obstina en defender una civilización condenada, que duda de sí misma. Si nuestra civilización no es la Civilización, sino apenas un momento de la historia humana, ¿por qué no trascenderla hacia la totalidad de la historia y de la humanidad? Mounier señala justamente en La petite peur du XX siecle que la noción de Apocalipsis a través de la cual se expresa "la mala conciencia europea", está falsificada por el miedo. En realidad, dice, el Apocalipsis no es un canto de catástrofe, sino "un poema de triunfo, la afirmación de la victoria final de los justos, y el canto del reino final de la plenitud''. En lo que concierne a los "miembros activos" de la burguesía, la razón de esta falsificación es manifiesta; el reino final de la justicia y de la plenitud se les presentaría como un desastre a los privilegiados que se empecinan en la defensa de sus injustos privilegios. Pero contra el particularismo de una sociedad condenada, seria natural que los intelectuales, como tales devotos de la universalidad, tomen partido por la humanidad en general. ¿Por qué muchos de ellos se obstinan en identificar hombre y burgués, sin dejar de profetizar, temblorosos, el fin del hombre?. Tan paradójica es esta actitud, que el mismo Thierry Maulnier se asombra de ella: en mayo de 1953, en La Table Ronde, pregunta a los burgueses de Occidente: "En fin de cuentas, ¿qué tenéis para oponer al comunismo? Hasta ahora luchábamos contra él en nombre del terror que nos inspiraba. ¿Y si este terror cesara? Si el comunismo renuncia al terror, si puede, si se atreve a renunciar al terror, será necesario que renunciéis a hallar en él mismo las armas para combatirlo, y que las encontréis en vosotros. La defensa de Occidente ha sido hasta ahora negativa. El Occidente no quiere el comunismo; bien, pero ello no puede hacer las veces, indefinidamente, de un porvenir que se propone a los hombres, de un sentido que se otorga a ese porvenir". Parecería lógico concluir: si las razones de ser anticomunista sólo se encuentran en el comunismo, y si, precisamente, ya no existen, habría que renunciar al anticomunismo. Pero el sentido del artículo de Maulnier es diferente: lo que él desea es que lo ayudemos a hallar una justificación positiva a ese combate. Una vez más, Responder que los intelectuales anticomunistas son también burgueses, no basta. Muchos de ellos apenas si aprovechan de algunas ventajas materiales reservadas a la burguesía, y por otra parte los "miembros activos" de su clase los mantienen, en cierto modo, a la distancia. Pero, justamente, al reaccionar contra esa situación, se han creado intereses ideológicos que se empeñan, apasionadamente, en preservar. No pueden situar sino en el cielo la justicia superior que tienen el encargo de inventar, y que contradice la justicia terrestre; y allí, en el cielo, se sitúan a sí mismos. Allí forjan Verdades eternas, Valores absolutos. Sienten más apego por esas ilusiones de universalidad que los otros burgueses, puesto que ellos mismos las han fabricado. Y, por otra parte, el mundo inteligible es para ellos mismos un orgulloso refugio contra la mediocridad de su condición. Gracias a él, escapan a su clase, reinan idealmente, por encima de todas las clases, sobre la humanidad entera. Así se explica que el horror al marxismo sea mucho más entrañable en los intelectuales que en los burgueses activos: el marxismo sólo sabe de la tierra, y los vuelve a sumergir brutalmente entre los hombres. Desde luego, no revelan la verdadera razón de su odio; prefieren, incluso, confesar sus pesadillas más pueriles: "Si el ejército rojo entrase en Francia, si el P. C. tomase el poder, me deportarían, me fusilarían". Redactan novelas de anticipación que no deben leerse de noche, y gimen con Thierry Maulnier: "El marxismo quiere mi muerte". En verdad, lo que temen es ser ideológicamente liquidados; o, más bien, saben que esa liquidación es un hecho consumado. El marxismo ve en ellos no unos mediadores sagrados entre las Ideas y los hombres, sino unos parásitos burgueses, simple emanación de los poderes capitalistas, un epifenómeno, una nada. Y eso no es aceptable para quien, por no encontrar su sitio en este mundo, se ha enajenado a la eternidad. Así, aun manteniendo la pretensión universalizadora de su pensamiento, el ideólogo burgués no desiste de la voluntad particularista de su clase. No le queda otra salida que negar la particularidad en el momento mismo en que la formula. Todo burgués está prácticamente interesado en disimular la lucha de clases; el pensador burgués está obligado a ello, si quiere adherir a su propio pensamiento. Rehúsa, pues, acordar ninguna importancia a las singularidades empíricas de su situación; y, correlativamente, al conjunto de las singularidades empíricas que definen las situaciones concretas. Los factores materiales sólo tienen un papel secundario en las sociedades. El pensamiento trasciende esas contingencias. La humanidad es idealmente homogénea. Y es el hombre, tal como planea en el cielo inteligible, el hombre único, indivisible, unánime, acabado, el que se Toda la filosofía del hombre elaborada por los intelectuales burgueses, y en particular su teoría del conocimiento, tiende, como se verá, a fundamentar esta pretensión. Pero, dada la actitud negativa que he señalado, su doctrina positiva cuenta mucho menos que sus autodefensas. El primero de sus afanes es desembarazarse del marxismo: sólo podrán tomar en serio sus ideas si han anulado, primero, el sistema que las pone en tela de juicio. Su pensamiento es, ante todo, esencialmente, un contrapensamiento. La mayor parte de sus escritos están hechos de ataques Curiosa paradoja: como vive las profecías del marxismo en el terror, el pensador burgués se empeña en negar al marxismo todo valor profético, o siquiera metódico. Elude esta contradicción por medio de un pesimismo catastrófico que transforma la necesariedad en accidente. El socialismo triunfará: por lo menos, su advenimiento no será el remate de una dialéctica racional, sino un cataclismo desprovisto de sentido. De ahí que el intelectual occidental se complazca en temblar, y convierta el Apocalipsis en un canto de horror: prefiere condenar la humanidad a lo absurdo, a la nada, antes que ponerse a sí mismo en discusión. EL ANTICOMUNISTA "Todos los problemas son cuestiones de opinión", afirma Brice Parain. Es lo que postulan todos los sistemas anticomunistas. A través de diferencias secundarias, es notable su convergencia en este punto. La realidad material de los hombres, y de su situación, no cuenta. Lo único que importa son sus reacciones subjetivas. El socialismo se explica no por la fuerza de un sistema de producción; sino por el juego de voluntades cuyos móviles son éticos o efectivos. La necesidad económica es sólo una abstracción: la economía, en última instancia, depende de la psicología. Las clases en general, el proletariado en particular, se definen como estados de ánimo. Nietzsche fue el primero que propuso una interpretación psicologista de la historia y de la sociedad: "El débil está corroído por el deseo de venganza, por el resentimiento; el fuerte tiene un patrón agresivo". Esta noción de resentimiento ha tenido una extraordinaria fortuna entre los pensadores de derecha. Max Scheler la utilizó no para atacar al cristianismo, que es, a su juicio, una doctrina de amor positiva, sino para frustrar toda ética socialista: el socialismo expresa necesariamente un resentimiento contra Dios y contra todo lo que hay de divino en el hombre. Con algún matiz, Scheler adopta la sentencia de Walter Rathenau: "La idea de justicia reposa sobre la envidia". Consciente de su bajeza, el "proletariado moral" desea reducir a su nivel a aquellos que le son superiores. La impugnación del derecho de propiedad, particularmente, "se funda en la envidia de las clases obreras hacia las clases que no obtienen su riqueza de su propio trabajo". La idea revolucionaria se reduce a "la sublevación de los esclavos animados de resentimiento". Esta psicología podía parecer algo sumaria. Para prestarle alguna profundidad, se ha recurrido al psicoanálisis. Max Eastman, en La Science de la Révolution, interpreta la mentalidad obrera a partir de Freud. Henry de Man, cuyo libro Audelá du marxisme alcanzó en Francia un éxito considerable hacia 1928, prefiere a Adler: psicoanalizando al proletariado, diagnostica un complejo de inferioridad muy pronunciado. Lo que engendra el espíritu de la lucha de clases es un instinto profundo: la autovaluación. El obrero se defiende de un sentimiento de deficiencia por medio de "reacciones compensadoras". La actitud revolucionaria es una de esas reacciones. En no pocos estudios posteriores, el complejo de inferioridad se presenta como la consecuencia de un fenómeno afectivo más general: la frustración. El sentimiento de frustración provoca en los trabajadores cierto desaliento, neurosis que se sublima en la actitud revolucionaria. En suma, toda la desgracia del proletariado proviene de que se cree proletario. Esta conclusión coincide con la afirmación de Oswald Spengler: "Económicamente, la clase obrera no existe". Toynbee desarrolla la misma tesis. "El proletariado, efectivamente, es un estado de ánimo antes que la consecuencia de condiciones exteriores. Es un elemento en el cual un grupo social que está en el interior de una sociedad determinada, no forma parte de ella verdaderamente. Lo que realmente distingue al proletariado no es la pobreza, ni el nacimiento humilde, sino la conciencia y el resentimiento de estar desheredado". Jules Monnerot, en La Guerre en question, se apodera casi literalmente de esta definición. Según él, la palabra proletario designa "aquellos que, en el campo de poder y de acción de una civilización, se sienten desheredados". Un lector ingenuo se siente tentado de hacer una pregunta. ¿Por qué se sienten desheredados? Monnerot, en Sociologie du Communisme esboza una respuesta. Desarrolla indefinidamente la idea de que la lucha de clases se reduce a un conjunto de reacciones psíquicas cuyo origen es el resentimiento. El marxismo está constituido por "una mezcla explosiva: la dialéctica y el resentimiento." El resentimiento que en sí moviliza a la dialéctica, coincide con el resentimiento de una categoría social cuyo nacimiento es espantoso, y cuyo resentimiento es, históricamente, forzoso. "Ha sido necesario que un resentimiento universal, servido por una enorme fuerza de penetración intelectual y de síntesis, interpretase un resentimiento histórico, para que naciese esta doctrina de la revolución". Monnerot conviene, pues, en que el resentimiento del proletariado es "históricamente necesidad". Esta concesión, si la tomamos en serio, basta para arruinar todas sus teorías. Sólo hay necesidad donde está la realidad. Si admitimos que ésta impone al proletariado una toma de conciencia revolucionaria, entonces todo el psicologismo se derrumba, y nos volvemos a encontrar con el esquema marxista. Para agravar la confusión, Monnerot agrega una nota: "Estamos de acuerdo con Hegel sobre la función del mal como motor histórico". Esta asociación pone en evidencia su mala fe. El mal es una realidad objetiva, y ver en él un motor histórico es definir la Historia como un proceso objetivamente fundado. En cambio, al asimilar la idea de mal a la de resentimiento, Monnerot la psicologiza, En realidad, en todo el resto de la obra, se silencia cuidadosamente la necesidad histórica. No se hace más que rendir cuentas de "la mezcla explosiva" del resentimiento, por medio de factores radicalmente exteriores a la situación vivida. ¿Cuáles? Bueno, ante todo la acción de los agitadores, es decir, de los comunistas. El partido comunista, al que Monnerot bautiza la Causa (L'Entreprise), se dedica a explotar y organizar el descontento difuso. "La Causa utiliza, aviva, trata de llevar al grado decisivo de virulencia activa los resentimientos de las clases, las masas y los individuos, y consiste precisamente en organizar desde el exterior a los descontentos de diversa índole." Naturalmente, estas actividades no se explican tampoco por una finalidad objetiva. El Parido, radicalmente extraño al proletariado, no persigue fin alguno que pueda afectar a éste; actúa sobre él des-de afuera, en forma mecánica y absurda. Por ejemplo, si "trabaja las masas coloniales", no es porque toma a pechos su deseo de emancipación; es para "agravar y encontrar todas las contradicciones del mundo capitalista" Sea. Pero, ¿por qué esa política? Aquí Monnerot pide prestada su respuesta a Burnham. James Burnham aprendió de los "maquiavelistas", y enseñó luego a los admirados pensadores de derecha, esta verdad profunda: jefes, estados, partidos, no persiguen nunca, en el poder, otra cosa que al poder. Si un hombre de acción expone una finalidad objetiva, como el bien común o la libertad, es sólo para mistificar a su gente, y es un inocente el que le cree. En verdad, el único sujeto de la ciencia política es "la lucha por el poder en sus diversas formas confesadas o disimuladas". Este postulado permite a Burnham definir al comunismo como "una conspiración mundial tendiente a la conquista de un monopolio del poder, en la época declinante del capitalismo". Y Monerot identifica también la Causa con una sociedad secreta que sólo quiere reinar por reinar. El nombre mismo con que la bautiza está escogido para subrayar su carácter privado y egoísta. El maquiavelismo completa armoniosamente la psicología del resentimiento. Subjetiva en sus móviles, la acción revolucionaria lo es también en sus fines. Hombres movidos por una "voluntad de poderío" amplifican en quienes se saben impotentes, sentimientos de inferioridad, de envidia, de odio. Ya se comprenderá cuán ventajosa es tal interpretación. En una palabra, todas las desventuras de los hombres son imaginarias. Basta con aplicarles remedios ideales. Inútil cambiar el mundo: es suficiente cambiar la idea que algunos se forman de él. Nietzsche proponía otorgar a los desheredados una ilusión de dignidad; De Man sugiere se reduzcan los complejos de inferioridad que padecen los obreros, acordándoles ciertas ventajas sociales. La derecha "esclarecida" reconoce de buena gana que es preciso integrar moralmente al proletariado en la sociedad. En suma, se tratará de transformar la mentalidad de los oprimidos y no la situación que los oprime. Así procede cínicamente en los Estados Unidos el Big Business. Se sirve de las Public Relations para propagar entre los explotados los slogans que interesan a sus explotadores. Ha ideado la técnica del Human Engineering, que pretende disimular la realidad material de la condición obrera, tras una mistificación moral y afectiva. Por medio de una educación apropiada, de métodos de mando cuidadosamente estudiados, se esfuerza por convencer al proletario que no es un proletario, sino un ciudadano norteamericano. Y si él rehusa dejarse manipular, lo considera un anormal, y se ha inventado para él una terapéutica de "liberación". Es, evidentemente, un deber de humanidad combatir a los agitadores interesados en exasperar la neurosis revolucionaria, y se sobreentiende que la doctrina invocada para servir sus tenebrosos designios no puede aspirar a verdad alguna. Nuestros comunistas no son bastante ingenuos para atribuirle un contenido en el que se refleje alguna realidad. Han aprendido de Georges Sorel que el mito es una fuerza dinámica mensurable no en forma intelectual, sino por su eficacia. Y saben, por los maquiavelistas, que las ideas son armas de guerra, con las que se promueven actitudes afectivas y activas. Ciertos especialistas alegan conocer y criticar científicamente el marxismo, pero la mayoría de sus adversarios desdeña conocerlo. La doctrina de Marx, Engels, Lenin -confiesa Thierry Maulnier- "es, sin duda, casi desconocida por aquellos que la combaten, o que creen hacerlo". Burnham cita con aprobación esta frase de Pareto: "En cuanto a determinar el valor social del marxismo, saber si la teoría marxista de la plusvalía es verdadera o falsa, es casi tan importante como saber si el bautismo borra el pecado cuando se trata de determinar el valor social del cristianismo. No tiene la menor importancia". El marxismo, como la situación que pretende interpretar, se explica por consideraciones subjetivas, casuales. Es una de las formas de ese humanitarismo moderno que, según Scheler, "sólo es el efecto de un odio reprimido contra la familia y el medio". El amor a "todo lo que tiene aspecto humano", refleja un odio a Dios. Es también "una protesta contra el amor a la patria". Más fundamentalmente, es una manera de escapar a uno mismo, y de satisfacer el odio que uno siente por sí mismo. De Man profesa una concepción más benévola del socialismo: el sentido moral individual sería su verdadero móvil. Por razones tácticas, el socialismo debe atribuir a su doctrina un alcance objetivo, pero no es sino una mistificación. Entre otros, Marx "sólo ha presentado al socialismo como necesario porque lo consideraba, en razón de un juicio moral tácitamente supuesto, como deseable". Hallamos una idea análoga en Spengler: "Los partidos políticos, hoy como en los tiempos helénicos, ennoblecieron en cierto modo a ciertos grupos económicos cuyo nivel de vida querían hacer más satisfactorio, elevándolos al rango de un orden político, como hizo Marx con los obreros de la industria". Más que a una preocupación ética, Monnerot estima que Marx obedeció a un impulso irracional. Marx, y después de él los marxistas, se han dejado impresionar demasiado por el nacimiento y el apogeo del capitalismo. "El contragolpe de un traumatismo afectivo determinó la perspectiva que les es propia". Y, por supuesto, Marx es un hombre del resentimiento, como aquellos a quienes se dirige, y que adhieren a su doctrina. Resentimiento, voluntad ética, traumatismo: en todo caso, hay en el origen del marxismo un avatar individual. Según Pareto, es un hecho social que puede explicarse por leyes sociológicas: en particular, la ley de las "derivaciones" y la del "residuo", inventadas por Pareto. Toynbee ve en el marxismo "la transposición del Apocalipsis judío". Caillois, una ortodoxia; Aron atribuye su poder explosivo a la combinación de un tema cristiano con un tema prometeico y un tema racionalista. Pero, sobre todo, lo que repiten todas incansablemente es que el mar-xismo halaga el instinto religioso de las masas. Es una religión. "No hay socialismo sin una religión cualquiera", escribe de Man. "El impulso psíquico hacia el socialismo tiene su causa más allá de toda realidad en el mundo". "La U. R. S. S. es una superstición", escribe Aron. Y en Les Guerres en chaine desarrolla largamente esta idea tomada de Toynbee: "El marxismo es En La Liberté de l'Esprit, junio de 1949, Stanislas Fumet agradece a Nicolai Berdiaeff por haberle revelado, hace tiempo, que el marxismo es una religión. Y concluye, a la manera de Pareto: "Poco importan sus dogmas; lo que cuenta es el dominio sobre las almas, mientras haya almas. Es la operación mágica o táctica, la acción del sacerdote que subyuga los espíritus para estar él en condiciones de doblar las voluntades en nombre de una divinidad cualquiera". Todo el libro de Monnerot se funda en esa identificación. El comunismo es "el Islam del siglo XX". La Causa es "la imagen religiosa de una división de la humanidad". "La empresa comunista es una empresa religiosa". "El comunismo se presenta a la vez como religión secular y como Estado universal. Religión secular, drena los resentimientos, organiza y hace eficaces los impulsos que rebelan a los hombres contra las sociedades en que han nacido, acelera ese estado de separación de sí mismas, y de escisión de una parte de sus fuerzas vivas, que precipita los ritmos de la disolución y de la destrucción." Conviene citar aún el artículo Fanatisme des Marxistes: allí se empeña Thierry Mulnier en transponer el marxismo en términos religiosos. El Paraíso, dice, ha sido transportado del cielo al Porvenir; como la creación histórica ha sido elevada por Marx a lo absoluto del valor, hallamos en su doctrina una trascendencia suprahistórica de los valores, y la promesa de una salvación en otro mundo. Hay, pues, una religión marxista: "la religión de la humanidad por conquistar, o de la humanidad por hacer". El método que consiste en separar al comunismo de sus bases reales, y en definirlo como una pura forma, es aún más evidente en otro escrito de Thierry Maulnier: La Face de Méduse du Communisme. El autor se pregunta: ¿Por qué toda revolución implica un terror? Rechaza desdeñosamente todas las razones objetivas: la idea, por ejemplo, de que una tentativa de expropiación no puede cumplirse sin violencia le es totalmente ajena. Según él, es preciso buscar la explicación del Terror en "las fuerzas tenebrosas del hombre colectivo". El Terror es "el fondo mismo del inconsciente colectivo, sobre el que se edifica el aparato de la justicia revolucionaria". Si hubo un Terror en 1793, es porque hacia fines del siglo XVIII, "la gente empezaba a hastiarse". El Terror nace de una "fascinación trágica de la muerte" y de la "mala conciencia intelectual inherente a todo fanatismo". Tiene sus fuentes en el temor y en la voluntad de poderío. También para Maulnier "la revolución es la explosión victoriosa del resentimiento''. Es una cuestión de "brujería social", y como tal exige víctimas expiatorias. El Terror representa "el ritual de conjuración y de purificación, el aparato litúrgico, el oficio y el Misterio". "Terminada la fiesta, se instaura el rito. La orgía del Terror se convierte en la Iglesia del Terror." Desde luego, esta Iglesia es maquiavelista: trata de realizar "una confiscación total del individuo en provecho de la sociedad". He aquí, pues, que se le han ajustado las cuentas al marxismo: se reduce a un fenómeno psicosociológico desvalido de toda significación interna, es una religión en la que no cuentan Divinidad ni dogmas, sino sólo el maquiavelismo de los sacerdotes, y no existe sino como mero instrumento de la Causa que explota en su beneficio la credulidad humana. Queda, sin embargo, un problema que turba singularmente a los intelectuales de derecha: la existencia de intelectuales de izquierda. No son desheredados como los proletarios, no manifiestan esa voluntad de poderío que anima a los agitadores; entonces, ¿cómo explicar su aberración? Inútil buscar más lejos: bastarán algunos reajustes y aún podrá servir la noción de resentimiento. Decrétese que los miembros de la Intelligentsia, así hayan nacido en alguna burguesa familia de Francia, se sienten exiliados en la sociedad. En todo caso, no ocupan en ella los primeros puestos, y eso basta para que la odien y se odien a sí mismos. El intelectual, dice Aron, detesta a los burgueses. Aron no imagina ni por un instante que esa hostilidad pueda ser el reverso de un sentimiento positivo ante los otros hombres; según él, resulta evidentemente de un complejo de inferioridad. Los intelectuales "no pueden llegar a la primera fila sin eliminar a la categoría social que en Occidente debe su poder a la fortuna y ésta al azar de los negocios, de la herencia o de los talentos excepcionales". Por lo tanto, "se huye hacia la metrópoli roja porque se detesta la sociedad en que se vive". Monnerot ha intentado explicaciones un poco más sutiles, pero sólo consigue fundir la complejidad a favor de una oscuridad total. Citemos el pasaje en que alude a la forma en que los comunistas lograron controlar la bomba atómica: "Usando métodos psicológicos, especulando con los móviles religiosos, morales, metafísicos, los comunistas se atraen a los sabios que permitieron fabricar esas armas. Trabajan en que se haga moralmente imperativo, para aquellos cuyos cálculos y descubrimientos condujeron a las nuevas armas, el entregar sus fórmulas no directamente a Rusia, y a los soldados rusos, sino a los servidores, a los emisarios, a los protagonistas de una concepción del mundo más justa" ¿Cómo se opera este trabajo? ¿En qué consisten tales métodos? Monnerot nos lo explica más adelante: "Los políticos comunistas saben que se sorprende a cada hombre en la necesidad, la pasión, el vicio, la debilidad que inspiran sus actos; el punto débil de cada individuo cuyo concurso conviene asegurarse, es el punto fuerte de tales grupos". Suponemos, pues, que un equipo de psicotécnicos comunistas recorre los Estados Unidos ofreciendo a los sabios atómicos dinero, honores, mujeres, drogas, whisky, efebos, según la debilidad de cada cual. ¿Cómo la explotación de esa debilidad despierta en el corazón de los sabios el "imperativo moral"? El proceso sigue siendo misterioso. Para dilucidar ese misterio, conviene recurrir a una psicología en profundidad. En el capítulo consagrado a la "psicología de las religiones seculares", Monnerot explica que los individuos a quienes aqueja una neurosis privada encuentran, participando de una neurosis colectiva, un alivio a sus males. Describe con prolijidad los delirios de que son víctimas, colectivamente, los intelectuales comunistas. Pero, una vez más, ¿cómo se pesca la enfermedad? Y, ¿por qué Monnerot no la contrae también? En última instancia, Monnerot recurre a la explicación de Aron: al intelectual de izquierda lo mueve el resentimiento. El comunismo "se presenta como una promoción para quienes creen no tener nada que perder y todo por ganar en un cambio radical: trátase entonces. de todos aquellos que sin ser realmente desheredados, se sienten, sin embargo, al margen (es el caso particular de los que constituyen A pesar de la jerga sociológico-psicoanalítica de que se sirve, Monnerot no ofrece, pues, ninguna solución precisa al problema: ¿por qué ciertos intelectuales se ubican a la izquierda? Arthur Koestler ha buscado las respuestas en la fisiología; según él, conviene recurrir a "la fatiga de los sinapsis". Esta fatiga proviene de "un debilitamiento general de las conexiones entre las células cerebrales por las que debería pasar la impulsión nerviosa. La violencia indefinida de la conciencia del sujeto puede producir esa fatiga". En un número reciente de Preures, Koestler se ha tomado el trabajo de redactar una Pequeña Guía de las Neurosis Políticas. Pero, al fin y al cabo, todas estas explicaciones parecen insuficientes a la propia gente de derecha. Entonces se limitan a señalar que la U.R.S.S. y los comunistas poseen "métodos psíquicos", tanto más temibles cuanto que son más secretos. Para explicar la carta que Genevive de Galard, la famosa enfermera de Dien Bien Pliu, enviara a Ho Chi Minh, y ciertas declaraciones de la esposa del general De Castries, jefe de esa guarnición, el diario Dimanche-Matin mencionaba las técnicas del "lavado de cerebros". Poseedores de drogas, de filtros, maleficios y prestigios, el Partido Comunista es un brujo cuya oscura fascinación sufren pasivamente las masas y ciertos individuos. Lo más curioso, en los textos anticomunistas que acabamos de examinar, es la idea del hombre que todos ellos, unánimemente, nos proponen. Proletario o intelectual, está radicalmente alejado de la realidad: su conciencia sufre pasivamente las ideas, imágenes, estados afectivos que en ella se inscriben por azar; ora los producen factores exteriores, por un juego puramente mecánico, ora los crea el sujeto mismo, presa de los delirios de la imaginación. A pesar de los refinamientos que le ofrecen la sociología y el psicoanálisis, esta filosofía no hace más que perpetuar el viejo idealismo psicofisiológico al que ya había ajustado las cuentas Henri Bergson. "La percepción es una alucinación verdadera": esta gente se limita a adaptar al gusto del día la vieja frase de Taine. Si la rebelión del proletario, o la indignación del intelectual, se justifican por la situación real, ello es casual, y el alucinado no tiene modo de verificarlo, porque está encerrado inapelablemente en su inmanencia. Reacciona contra sus alucinaciones por una suerte de descargas psíquicas perfectamente irracionales, que se explican, sea por el misterio de las fuerzas orgánicas, sea por los caprichos de la subjetividad. En la medida en que esas reacciones, de todos modos, tienen cierta finalidad, ésta es puramente egoísta. Apartado del mundo, el individuo está apartado con mayor razón de sus semejantes. No comunica con ellos, no experimenta frente a ellos ningún sentimiento positivo. Su único móvil es el interés que consagra a sí mismo, y que se expresa en una ambición vacía, o bien, si esa ambición permanece insatisfecha, por el resentimiento. Tampoco esta moral es nueva: adopta los lugares comunes del viejo pesimismo cristiano y del escepticismo naturalista. Monnerot, por ejemplo, explicando cómo los comunistas "se apoderan" de los intelectuales de izquierda, se parece a esas madres y esposas, fuertes en su agria prudencia, que acusan a sus hijos, o a su marido, de haber "mordido el anzuelo" que les tiende "una zorra". Este mundo es un mundo de pillos y de tontos, presa de agitaciones desprovistas de fines y de sentido. El hombre es un animal maléfico y estúpido. Esta es la filosofía de los pensadores de derecha. Nada hay de gratuito en esta actitud desengañada y cínica. Ya lo hemos visto: nada mortifica tanto al privilegiado como la existencia de los otros hombres, piojosos, famélicos y bárbaros. Pero si el hombre no merece más que desprecio, ¿para qué sentir escrúpulo? Estamos autorizados a verle como un cero. Ese es el motivo de que toda literatura que desacredite al hombre haga el juego a la derecha. Clement Vautel, Louis-Ferdinand Céline, Paul Léautaud encuentran en ella una presurosa y entusiasta acogida. Pero hay una dificultad. Aquellos mismos que denuncian la abyección del hombre, ¿no son hombres? Si toda conciencia es alucinada, toda acción interesada, ¿cómo nos van a convencer de que ellos poseen la verdad y que sus fines son objetivamente válidos? Si llevamos el cinismo a sus últimas consecuencias, nos veremos tentados de decir con Sade: "Todas las pasiones tienen dos sentidos, Juliette, uno muy injusto, relativo a la víctima, y el otro, singularmente justo, para quien la ejerce". Pero entonces renunciamos a toda pretensión de justicia universal: cada cual lucha por sí mismo. Ese realismo conduciría al reconocimiento de la lucha de clases. Y es, precisamente, lo que se quiere evitar. La burguesía desea tener de su lado al Derecho. Y para ello es preciso que sus pensadores la eleven por encima de Por largo tiempo, la religión hizo las veces de ideología entre los privilegiados. Pervertido por el pecado original, ciego, culpable, el hombre se nos presenta, a la luz del cristianismo, como un antivalor. No hay para él más que una salvación: someterse a las voluntades divinas. Y éstas se manifiestan a través del mundo tal como es. EL privilegiado acepta, por cierto, con toda humildad, el lugar que se le asigna en ese mundo. Dios lo ha escogido, y ello basta para fundar su derecho. En cuanto a los desheredados, sólo la resignación les permitirá merecer las compensaciones celestes que restablecen la justicia a través de la eternidad. "Todo poder viene de Dios", escribía hacia el año 1000 un monje de Saint-Laud. "Dios mismo ha querido que entre los hombres unos fuesen señores y los otros siervos, de modo tal que los señores deben venerar y amar a Dios, y los siervos deben venerar y amar a sus señores". La burguesía capitalista, a su vez, tomó a Dios inmediatamente a su servicio. En 1761, hablando a quienes él llamaba "los ecónomos de la Providencia", el Rvdo. Padre Hyacinthe de Gasquet declaraba: "Jesucristo mismo os sirve de fianza: entre sus manos divinas, y en su cabeza adorable, colocan ustedes su capital". Los filósofos lucharon en el siglo XVIII por la libertad de pensamiento; pero la burguesía, una vez en el poder, comprendió cuán necesario era conservarle al pueblo las "esperanzas religiosas". Al mismo tiempo, ella se aseguraba una buena conciencia. Aún hoy existe un pensamiento cristiano que se vale de Dios para justificar la explotación del hombre por el hombre. "El hombre -escribe Paul Claudel en sus Mémoires improvisés- es una materia prima a la que es preciso plantearle las preguntas necesarias para sacar de ella todo lo que puede dar. En consecuencia, es una tontería censurar la explotación del hombre; por el contrario, el hombre es una cosa que pide ser explotada". Pero el cristianismo ha venido a parar en una doctrina ambigua. Considerando que todo hombre es una criatura de Dios, ciertos cristianos insisten sobre la dignidad de cada cual y la fundamental igualdad de todos. Niegan que Dios esté a sueldo de los poderosos de este mundo. De todos modos, el uso de la religión no puede bastarle al burgués, por el hecho mismo de que concibe a Dios a su imagen: no como un gran señor de voluntad arbitraria, sino como un espíritu lúcido cuyas decisiones son racionalmente motivadas. No descuida, por cierto, el invocarlo como caución del orden establecido, pero aún queda por demostrar que ese orden merezca un apoyo divino. Por lo demás, es un hecho que las acciones de Dios están en baja: su existencia es demasiado incierta, demasiado lejana, sus designios demasiado ocultos para que se pueda hacerlo intervenir en una forma convincente, como garantía de las jerarquías terrestres. Hay que Hay que buscar. Caeríamos en una indiferencia nihilista si, después de haber sumido al hombre en la abyección, fracasáramos en salvar al burgués. Después de haber negado la importancia de las diferencias materiales que oponen concretamente a las clases, restableceremos entre ellas otra especie de heterogeneidad: la clase privilegiada participa de una realidad trascendente que sublima su existencia. El cinismo reaccionario se acompaña necesariamente de una mística. Drieu lo comprendía muy bien cuando deploraba no creer en Dios: "No hay más que una excusa para huir de los hombres: Dios". Había en ello un exceso de buena fe. Más tarde, sin creer tampoco, se las arregló para subordinar la "cosa humana" algo distinto que llamaba lo divino. En sus Notes pour comprendre ce siécle, queriendo demostrar que se debe aceptar el fascismo, escribe: "El hombre, al perder el sentido de la gloria, pierde el sentido de la inmortalidad, y al perder el sentido de la inmortalidad pierde el de la divinidad. Pero si la divinidad perece, la naturaleza se empaña, y la cosa humana, imperceptiblemente degradada, llega a ser fastidiosa". Ateo, Drieu evidentemente no concibe la divinidad como una realidad positiva y concreta: para él, como para muchos otros, es la proyección trascendente de una cualidad inmanente a ciertos hombres, y que los eleva por encima de la humanidad. Según las circunstancias, esta virtud singular asume diversas apariencias: ya se verá cómo la derrota nazi provocó, en este orden, curiosas metamorfosis. Pero, en todo caso, su definición es negativa: se la considera sobrehumana porque es inhumana; es, para el hombre, lo otro, lo que no se encuentra entre los hombres: el pensador burgués convierte esa falta en una misteriosa sustancia que la burguesía, sólo la burguesía, poseería. Por su mediación, los intereses de la burguesía se convierten en valores; la existencia del privilegiado viene a ser sagrada, su posesión un derecho; los privilegiados se llaman "la élite", los privilegios superioridades, su conjunto la Civilización. La masa, en cambio, es nada. Y entonces puede afirmarse que la desigualdad satisface la justicia. La actitud más radicalmente aristocrática consiste en escindir a la humanidad en dos, y considerar esa escisión como una cosa dada. Nietzsche tomó de Maquiavelo y de Gobineau la jerarquía que distingue entre amos y esclavos, y funda esa oposición, como ellos, en una cuestión de raza. Sólo la existencia de los grandes -los nobles, los héroes- tiene una significación. Los otros hombres constituyen la masa: "La arena de la humanidad: todos muy iguales, muy pequeños, muy redonditos". Nietzsche declara: "No creo que la masa merezca atención sino desde tres puntos de vista . como copia difusa de los hombres grandes . como resistencia que encuentran los grandes . como instrumento de los grandes. Por lo demás, que el diablo y las estadísticas se los lleven". Antes de la última guerra, la tradición nietzscheana estaba aún viva. Spengler, particularmente, adopta la idea de que la nobleza se explica por "los hechos elementales de la sangre", y que sólo ella posee una existencia histórica, una existencia real. "El azar llamado hombre" no es más que un momento de la historia planetaria; depende del "insondable misterio de las fluctuaciones cósmicas". La vida y la Historia son una misma cosa. "En él sentido supremo, la política es la vida y la vida es política". Pero resultaría primario creer que la vida, que es la sustancia misma de la realidad humana, habite en todo individuo vivo. La vida se encarna en las razas. En su forma inmediata, la raza se realiza en la humanidad campesina, que es, por decirlo así, la naturaleza; en las altas culturas se eleva a la mayor potencia, y en la nobleza se cumple cabalmente. "La nobleza es el orden propiamente dicho, la quintaesencia de la raza y de la sangre, una corriente existencial sin forma acabada posible". Hay una profunda afinidad entre la nobleza y el pueblo, fundada en las realidades de la raza, de la lengua, del paisaje, que está dotado de un alma y posee también una realidad sustancial. Pero en los demás órdenes esa realidad se degrada. El clero es en verdad un no orden, se opone a la nobleza como el espacio al tiempo, es "la no raza, el ser que despierta libre, atemporal, ahistórico". En cuanto a la burguesía, ha surgido del conflicto entre las ciudades y el pueblo labrador, su unidad es "simplemente de contradicción" y no posee sustancia alguna. Con ella se desarrollan la economía y la ciencia. Y se constituye en partidos. Entonces ocurre el advenimiento de la masa, con lo cual la Historia se destruye. "La masa es lo informe absoluto, que persigue con odio cada especie de forma, todas las diferencias de rango, la propiedad constituida, el saber constituido". Es "la expresión de la Historia que culmina en la no Historia: la masa es el fin, la nada radical". Oponiendo al hombre de la élite, al Héroe, el hombre de las masas, el individuo considerado en su existencia material, en tanto que sometido a la necesidad, Spengler escribe: "Nutrirse y combatir: la diferencia de grado entre estos dos aspectos de la vida nos es dada por su relación con la muerte. No hay oposición mayor a la que media entre el morir de hambre y la muerte del héroe. Económicamente, la vida está amenazada, degradada, rebajada por el hombre . La política sacrifica a los hombres por un fin . la economía sólo los hace perecer. La guerra crea, el hambre destruye todas las grandes cosas. El hambre excita esa especie de angustia despreciable, vulgar, enteramente ametafísica, bajo la cual se quiebra de pronto el molde formal de una cultura, y empieza la pura lucha de la bestia humana por la existencia". La burguesía forma coro a Spengler cada vez que acusa de "materialismo sórdido" a los hombres que se permiten tener hambre. Pero esa altiva moral guerrera le incomoda un poco, porque Nietzsche entre los granos de arena que componen la masa, contaba precisamente a los En la confusión deliberada de la ideología nazi, no pocos burgueses asociaron la suya a la causa de la "raza de los señores"; ahora bien, los señores han perdido la guerra. Aunque sigue siendo respetuosa de la jerarquía de la sangre, la burguesía no tiene ya motivo para subordinarle todas las otras: el espiritualismo es más útil que el racismo. Desde este punto de vista, se siente más próxima a Scheler que a Spengler. Para Scheler, efectivamente, el valor se define como "cierta nobleza vital que nos acerca a lo divino". Scheler sostiene un hito esencial: el valor no es cosa que se adquiera. Como elemento vital, se vincula a la raza, es innato. Pero el hecho vital no basta, en sí mismo, para fundar el valor: aparece como mediación hacia una trascendencia; ciertas gracias espirituales se dispensan a los hombres conforme a una predisposición orgánica. Entre las figuras ejemplares cuya irradiación ayuda a los hombres a elevarse hasta Dios, el Héroe ocupa uno de los primeros puestos, pero la del Genio está aún más alto y la del Santo se eleva en el ápice de la jerarquía. Con estas diferencias de matices, la moral de Scheler es tan despiadada, para con la "bestia humana", como las de Nietzsche y Spengler. Ya hemos visto que sólo puede atribuir al resentimiento "el amor por todo lo que tenga faz humana". Efectivamente, un amor semejante "abraza primero los aspectos más bajos y más animales de la naturaleza humana, es decir, precisamente lo que todos los hombres tienen en común". Agrega: "Sentimos despuntar bajo esta humanidad un verdadero rencor a los valores positivos, que precisamente no tienen nada de genérico". El conjunto genérico de los hombres es el "proletariado moral" que, por odio o resentimiento contra los poseedores de valores, se considera creador de valores. ¡Pretensión ridícula! "La masa es regida absolutamente por las mismas leyes que rigen a las manadas de animales. En una masa en sentido puro, el hombre volvería a ser, simplemente, un animal" Con Jaspers concluye la transición del racismo al espiritualismo. Alemán, vivamente interesado por el nazismo, Jaspers profesa hoy en una Alemania vencida: traduce, pues, las ideas arrogantes de Spengler, de Scheler, a un lenguaje de vencido. El hombre, reducido a sí mismo, le parece, como a aquéllos, despojado de toda significación. "No es el hombre como ejemplar de existencia empírica lo que es digno de amor: es la nobleza posible en cada individuo". Pero la idea de nobleza se ha modificado profundamente; ya no es monopolio de una clase, de una raza, de una casta; es una calidad del alma, cierta "abertura hacia lo Trascendente". Porque por sobre el mundo empírico hay lo Trascendente: sólo él existe de verdad, sólo él vale. Los hombres sólo tienen dignidad si participan de su Ser. Todos pueden participar de él: en ese sentido, la moral de Jaspers cobra una apariencia democrática; pero, en realidad, esa moral reclama una sociedad pluralista y jerarquizada; lo Trascendente no se comunica sino a las formas individualizadas; al "pueblo" que "tiene un alma", y no a la masa informe; a los individuos arraigados en esas formas sustanciales que son la patria, la familia, la raza, la Civilización, y no al hombre de las masas. Así, se reserva la nobleza a un puñado de seres. "El problema de la nobleza humana consiste hoy en preservar la actividad de los mejoras, y estos se reducen a una minoría". Encerrados en una existencia empírica, y sin tener entre sí más que vínculos contingentes, la inmensa mayoría de los hombres no son más que una masa en la cual se niega la sustancia humana. "El hombre, como miembro de la masa, ya no es él mismo. La masa es ante todo, un elemento disolvente". "La masa no admite jerarquía; es inconsciente, uniforme, cuantitativa, sin tipo y sin tradición, amorfa, vacía. Es el terreno apropiado para la propaganda, sugestionable, irresponsable, su nivel de conciencia es el más bajo". Hay unanimidad: el hombre en quien no se encarna otra cosa que él mismo -sangre, vida, trascendente- es "la nada radical". Ahora se trata de demostrarnos que en ningún aspecto posee existencia real. Su propia historia se le escapa, y es incapaz de trascenderla. LA HISTORIA La Historia se les escapa a los hombres en general y a las masas en particular: para establecer esta tesis, las autoridades que se citan con más complacencia son las de Burnham, Spengler, Toynbee. No es cuestión de examinar aquí el detalle de sus sistemas, pero trataremos de exponerlos en su esencia. La naturaleza humana es perversa y es inmutable, afirma Burnham, fiel a sus principios maquiavelistas: ese pesimismo basta para condenar a la historia. Si el hombre no cambia, el progreso es imposible, ninguna modificación exterior tiene sentido. Burnham tomó de Pareto su teoría de la "circulación de las élites". No son las masas las que hacen la Historia, sino los Estados mayores. Si cambia y se renueva es sólo porque hay conflictos entre las élites que ambicionan el poder: algunas son liquidadas, otras triunfan. A esa diversidad corresponde el pluralismo de las civilizaciones: entre éstas existen ciertas relaciones de causalidad, pero no por ello su sucesión deja de ser discontinua; el reemplazo de un equipo por otro es un avatar sin finalidad alguna. Por una parte, los individuos que conducen el mundo no tienen ningún fin objetivo: quieren el poder por el poder. Por otra parte, ninguna evolución social podría mejorar la suerte del hombre: pretender librarlo de la necesidad es una mistificación más, puesto que se trata, por definición, de un "animal que desea". Tal doctrina no es exactamente catastrófica: no habla de decadencia ni de Apocalipsis. Burnham prevé una evolución racional del capitalismo. Al régimen que concede a los poseedores el lugar privilegiado debe suceder "la era directorial", que subordinará el capital a la tecnocracia. Pero, en cambio, niega todo sentido a la historia, que parece ser calamitosamente imbécil. Las minorías se disputan absurdamente un poder que no usarán para nada; los hombres jamás ganan nada. Cuando quieren desengañar a la gente de la política, y desacreditar la idea de revolución, los anticomunistas saquean de buena gana a Burnham: Aron y Monnerot, entre ellos, se sirven de él a discreción. Para combatir el "romanticismo revolucionario", Aron repite indefinidamente que la exigencia del hambriento y la revolución se reduce a un cambio del personal dirigente. El escepticismo hastiado que inspira sus artículos deriva directamente de la visión maquiavelista de Burnham. En cuanto a Monnerot, escribe: "Revolución mundial significa trastorno mundial en la circulación de las élites. Las revoluciones expresan el hecho de que las élites son ineficaces". Pero ya hemos visto que el pesimismo de la derecha comporta necesariamente una mística. Ahora bien: si Burnham provee armas polémicas contra las "ilusiones" del socialismo, la contrapartida positiva de su obra es netamente deficiente. Después de mostrar que la Historia es absurda, ¿en nombre de qué salvará a esa élite que precisamente hace la Historia? Si lo que pretenden ciegamente es un poder vacío, ¿cómo los Selectos nos interesarían en sus empresas? A decir verdad, el anticomunismo enajena tan frenéticamente a Burnham, que no siente el deseo de justificarlo. Es norteamericano: quiere que los Estados Unidos dominen al mundo, y eso es todo. Pero una vez, con fingida inocencia, se plantea la pregunta: "¿No será deseable un imperio mundial comunista?". Su respuesta es embarazosa. "Una economía comunista no acrecentaría el bienestar material de la mayoría de la humanidad". Pero dos páginas más adelante concede que: "Más de la mitad de los habitantes de la tierra están ya en el nivel más bajo posible, su condición material no podría empeorar más aún, podría mejorar". Más de la mitad, ¿no es mayoría? A menos que un Selecto valga por dos o diez habitantes ordinarios de la tierra. Burnham abandona presuroso el terreno incierto de las matemáticas. Hay otros valores económicos, no sólo el bienestar material: la seguridad, la libertad. Y, además de los valores económicos, hay en nuestra civilización "ideales" -cuya abolición, por otra parte, "puede ser juzgada preferible" pero que en definitiva son ideales "parcialmente operantes". Son el valor absoluto de la persona humana, el ideal de libertad y de dignidad individual y el ideal de una verdad objetiva. Burnham concluye: "Aunque en nuestra historia, y en todas, la fuerza haya decidido en la práctica lo que las leyes declaran justo, siempre nos hemos rebelado contra la idea de que la fuerza pueda ser verdaderamente justa". Mantener la idea de una justicia prácticamente inexistente no es un "ideal"; inexistente no es un "ideal" que pueda exaltar a nadie, y no parece lógico condenar a "más de la mitad de los habitantes de la tierra." A permanecer "en el nivel más bajo posible" en nombre del "valor absoluto de la persona humana". En cuanto a la "verdad objetiva", nos preguntamos por qué ha de interesar a un maquiavelista convencido. A decir verdad, los discípulos de Burnham se sienten tan incómodos como él cuando se les pregunta por qué combaten. Aron está a sus anchas sólo cuando zamarrea las pueriles ilusiones de sus adversarios; cuando debe exponer las razones morales que existen para defender a los Estados Unidos y al capitalismo, le falta la convicción. No intenta definir ni fundamentar los "viejos valores cristianos y humanistas" que se pueden oponer al comunismo. "La verdad es para mí el valor supremo", dice una vez. ¿Por qué? ¿Y de qué verdad se trata? De hecho, el pesimismo maquiavelista es tan severo para con la élite como ante las masas; en esa perspectiva sólo se puede contemplar con un cinismo sin esperanza el juego absurdo de las pasiones humanas. Para inventar una mística, hay que recurrir a otra parte. Los sistemas de Spengler y de Toynbee ofrecen más recursos. Su visión del mundo es más trágica que la de los maquiavelistas. Al subordinar la Historia al Cosmos, y condenar a muerte a todas las civilizaciones, cuyo nacimiento está regido por casualidades inhumanas, privan a la humanidad de todo porvenir y proclaman su insignificancia. Pero, justamente porque existe para ellos otra cosa además del hombre, pueden proponer a ciertos hombres una salvación sobrenatural. Dentro de cada ciclo histórico, exaltan formas que trascienden la Historia y cuya existencia se asocia armoniosamente a los intereses de los privilegiados. "En la Historia, no se trata sino de la vida, siempre y únicamente la vida, la raza, la victoria de la voluntad de poderío, no de las verdades, las invenciones o el dinero", escribe Spengler en la conclusión de su libro. No sólo la función de la técnica y de la economía le parece secundaria, sino que rechaza fuera de la Historia al hombre como productor y "producto de su producto". El objeto de la Historia, su realidad, no tiene nada que ver con "la existencia de la bestia humana". "Veo en la Historia viviente -escribe- la imagen de una perpetua formación y transformación, de un futuro y de una hecatombe milagrosa de las formas orgánicas". Esas formas son las culturas, todas las cuales presentan entre sí analogías fundadas en "el insondable misterio de las fluctuaciones cósmicas", pero se desarrollan por separado, de una manera discontinua: una tras otra, crecen hasta el momento en que, habiendo realizado su destino, es decir, una civilización, declinan una tras otra. "Una cultura nace en momentos en que despierta un alma grande; una cultura muere cuando el alma ha realizado la suma entera de sus posibilidades en forma de pueblos, lenguas, doctrinas religiosas, artes, estados, ciencias, y vuelve al estado psíquico primario". En su conclusión, Spengler resume así el drama de esos nacimientos y esas muertes: "El drama de una alta cultura, todo ese mundo maravilloso de divinidades, de artes, de pensamientos, de batallas, de ciudades, termina nuevamente en los hechos elementales de la sangre eterna, que es una misma y sola cosa con la onda cósmica en eterna circulación. El ser que había despertado a la claridad, y adquirido una rica plasticidad, cae otra vez, en silencio, al servicio del ser, como nos lo enseñan los imperios de China. El tiempo triunfa del espacio y es él quien refrena, con su marcha inexorable, el azar pasajero llamado cultura en el azar llamado hombre, forma en la que el azar llamado vida transcurre un momento mientras que en el mundo luminoso de nuestros ojos los horizontes fluidos de la historia terrestre y de la historia planetaria se abren ante nosotros". Lo que sacamos en claro de esta evocación cósmica, a través del juego ininteligible de las contingencias, es la importancia que se acuerda a "los hechos elementales de la sangre". La vida, ya lo hemos visto, se encarna en la nobleza que es "la historia hecha carne". La derrota de la nobleza, el advenimiento de las masas entrañan el fin de la Historia: la humanidad se desploma en el silencio, la inconsciencia, la nada. Hay ciertas diferencias entre Spengler y Toyn-bee. El primero cuenta ocho civilizaciones, cada una de las cuales dura mil años y cuyo fin es fatal; para el segundo son veintinueve, su duración es variable y su evolución concede algún recurso al arbitrio humano y a la voluntad divina. Toynbee admite entre ellas ciertas influencias y alude vagamente a una idea de progreso, pero se trata de un progreso espiritual, que sólo Dios puede apreciar, y no de una conducta humana. En lo esencial, ambos sistemas convergen. Para Toynbee, la sucesión de las civilizaciones es también discontinua, los factores económicos no tienen más que una importancia secundaria. La Historia depende de un factor cósmico: el ritmo alternativo estatismo-dinamismo (en lenguaje prechino, el yin y el yang) El yang es la respuesta a un desafío lanzado por el medio, la raza, etc, Pero después de un período de ascenso la civilización se quiebra: entonces aparecen un "proletariado interior" y un "proletariado exterior''. Es un tiempo de confusión, al que la Civilización responde creando un Estado universal; pero éste, tomado entre los dos proletariados, sucumbe. Si alguna vez sobreviviese alguna civilización, nos conduciría hasta la cumbre de lo sobrehumano. Pero, a menos que Dios nos acuerde una prórroga, el porvenir de Occidente parece comprometido: ya hemos estado en el período de confusión. Y Toynbee concluye: "El Espíritu de la Tierra, mientras teje y dispone sus hilos en la cadena del tiempo, compone la historia del hombre tal como se manifiesta en la génesis, el crecimiento, la declinación y la denigración de las sociedades humanas. En toda esta confusión de vida y vendaval de acciones, podemos escuchar el latido de un ritmo elemental. Ese ritmo es el movimiento alternado del yin y el yang; el movimiento engendrado por ese ritmo no es ni la fluctuación de un latido indeciso, ni el ciclo de un molino de disciplina. La rotación perpetua de una rueda no es una repetición vana si, a cada revolución, aproxima el vehículo a la meta; la música que emite el ritmo de yin y yang es el canto de la creación". El símbolo de la rueda propuesta por Toynbee está hoy en boga. Lo acoge con entusiasmo, entre otros, Raymond Abellio, cuyas profecías consideran con seriedad ciertos intelectuales de derecha. A su juicio, la Historia se presenta en forma de ciclos: Involución-Evolución. Estos ciclos están separados por Diluvios, y todo el conjunto forma un ciclo único que concluye en Apocalipsis. La totalidad de los ciclos constituye una espiral; hay, en Toynbee, un vago futuro para la humanidad, pero no tenemos ningún poder práctico sobre ese proceso cósmico: el hombre de hoy está encerrado en su Diluvio singular y la acción le está vedada, puesto que sería necesariamente un gesto vano, o una tradición. El único recurso es construir un "arca" para pasar de un mundo al otro; esa arca debería reunir en una especie de orden espiritual a "los espíritus ansiosos de luz más que de poder". "Esta sociedad de espíritus se mantiene en una igual indiferencia frente a los regímenes políticos, y los integra a todos, con una clara conciencia de su relatividad." Es curioso que hoy cualquier elucubración del tipo pluralista-cíclico- catastrófico pueda contar de antemano con alcanzar a cierto público. Se ha tratado de aclamar como obras maestras las fantasías borrosas de un René Guénon, que descifra a través de oscuros simbolismos el próximo fin de Occidente. Volvemos a descubrir la filosofía hindú, en la medida en que es cosmológica, antihistórica, y que predica la no acción: la Rueda de Siva proyecta su gran sombra sobre la vida y la muerte de las civilizaciones. Después de definir la naturaleza humana como inmutable, el conservador se complace en creer, además, que la Historia gira en el mismo sitio: nada cambia jamás. No se acepta exactamente la idea nietzscheana del Eterno Retorno, pero se admite que existen entre las culturas tan profundas analogías que toda tentativa de reformar el mundo está condenada de antemano. Aun si se deplora, desde un punto de vista ético, que la estructura de la sociedad sea como es, las aspiraciones a un mundo mejor son, el, todo caso, utópicas, y el realista lúcido se inclina a repetir las injusticias y los abusos del presente. Que la Historia describa un círculo, o una espiral, toda evolución comporta una decadencia, todo porvenir está coagulado en el seno del Cosmos. La humanidad se agita en vano, perdida en una inmensidad que la sumerge; la relación del hombre con la sociedad es secundaria, y lo esencial es su relación con el Universo, sobre el cual nada puede. Pero en medio de esos ciclos fatídicos hay momentos más o menos sombríos. Occidente entró hace tiempo en menguante. Pero Spengler creía aún que el cesarismo podría retardar su muerte, y predicaba en términos apenas velados la adhesión al fascismo. Desmentidas todas sus esperanzas, la derecha juzga ahora inminente la catástrofe, la acción impotente. A través de Jaspers, la Alemania vencida intenta asumir ese pesimismo. Jaspers le asigna un semblante aún más definitivo, pero menos dramático que Spengler. En vez de la desesperación cínica, agresiva o resignada de Burnham, Spengler o Toynbee, propone al hombre una sabiduría trascendental. Sí, la Historia es Frustración, pero está bien que así sea. Según Jaspers, la realidad histórica está constituida por una pluralidad de formas sustanciales: razas, civilizaciones, pueblos; ese pluralismo es el que condena a la Historia al fracaso; hay cierta posibilidad de comunicación entre esas formas, pero su diversidad provoca necesariamente conflictos, destrucciones. Por otra parte, pretender unificar a la humanidad sería un pecado contra lo Trascendente: abolir las fronteras que separan clases y naciones es "una obra de nivelación que no se puede imaginar sin espanto". Hemos visto, efectivamente, que el hombre sólo se abre a lo Trascendente, y se cumple como Existencia, gracias a su integración en una comunidad que posee la unidad inmanente de un alma, y que es, por lo tanto, limitada y diferenciada. La masa es insensible a lo Trascendente. No sabría proponerse sino fines terrestres, tales como el bienestar de la humanidad. Pero "la Finitud, como felicidad inmanente, es envilecedora cuando se transforma el objeto final: el hombre pierde su trascendencia". La humanidad no sería feliz sino a costa de la dignidad de la Existencia. En nombre de los intereses superiores del Ser, es preciso, por consiguiente, que se perpetúen la frustración de la historia y la infelicidad de los hombres. Empíricamente, esa frustración es, sin duda, un motivo de turbación, y la Historia no posee un sentido claro: "Una corriente arrastra a la humanidad, con sus antiguas culturas, hacia no sabemos qué destrucción o qué renovación". Pero, desde un punto de vista superior, debemos felicitarnos, porque ese fracaso terrestre es la última "cifra de la trascendencia". Precisamente, en la medida en que no lleva a ninguna parte, "La Historia es la revelación progresiva del ser". "Lo que es histórico es lo que se malogra, lo que se derrumba, pero es la presencia de lo eterno en el tiempo." Para responder a las exigencias de lo Trascendente, debo asumir mi historicidad, es decir, afirmar mis raíces y considerar a la historia como el horizonte de mi presente, como la manera en que lo eterno se entrega a mí. Pero yo debo empeñarme en la acción, que no es sino la apariencia de la certeza del ser, continuamente amenazada de destrucción. La perversidad de la naturaleza humana, la fatalidad cósmica, las exigencias de lo Trascendente, coinciden en repudiar la acción. No queda otro camino que pensar lúcidamente en el destino, rogar a Dios con Toynbee, refugiarse con Abellio en un "arca" o abrirse a lo Trascendente, según el ejemplo de Jaspers. En suma, para todos aquellos que tienen interés en mantener el statu quo, la desesperanza es una excelente coartada; el quietismo catastrófico sirve al orden establecido. Y esas sombrías perspectivas, por lo menos, ofrecen a una clase que se sabe condenada, un consuelo moroso: su liquidación sería un desastre espiritual. MISION DE LA "ELITE" Sin embargo, si una moral de la ataraxia está al servicio del egoísmo individual del burgués, su egoísmo de clase sigue siendo combativo: al condenar a la historia, quiere valorizar, sin embargo, el momento de la historia que hace de él un privilegiado. Después de reducir al hombre a la nada, la élite se salva divinizándose; aquí procede del mismo modo. Existen, dice, Formas, Ideas, Valores que trascienden la historia y exigen ser defendidos. La lucha que hoy se libra a través de la tierra, escribe Stephen Spender, opone a "quienes quieren mantener los valores eternos y quienes juzgan bueno cualquier medio para hacer triunfar sus principios políticos, aun si se trata de principios respetables en sí mismos". Mircea Eliade declara: "La única justificación de las colectividades organizadas -sociedad, nación, estado- es, en última instancia, la creación y la conservación de valores espirituales. La propia historia universal no tiene en cuenta sino a los pueblos creadores de culturas". Para exaltar los valores y, las verdades eternas, ya se ha visto que los más maquiavelistas de nuestros pensadores, como Burnham y, Aron, se descubrían oportunamente un alma de platónicos. Hay una tesis común a todos los sistemas que hemos examinado, y que ayuda considerablemente al burgués a reivindicar como deber la defensa de sus intereses: el pluralismo. Es el pluralismo lo que funda el pesimismo histórico, pero también lo que permite erigir sobre ese pesimismo una ideología de combate. Toda la derecha pensante decidió considerar al pluralismo como una verdad convenida definitivamente. "Pero -escribe, entre otros, Monnerot-, para nosotros hay, las esclavitudes, las opresiones, los capitalismos, y cada uno tiene su historia, cada uno cambió profundamente en el curso de la historia, y cada uno, en la historia, ha llegado a diferir tanto de sí mismo como difiere de los otros". Al esquema "simplista" de Marx, que enfrenta a explotadores y explotados, se sustituye un dibujo tan complejo que los opresores difieren entre sí tanto corno difieren de los oprimidos, y esta última distinción pierde su importancia. Pero, sobre todo, el pluralismo autoriza al civilizado a cavar esas "zanjas" con que soñaba, nostálgico, el señor Jules Romains. Este comprendía perfectamente que es difícil defender a la Europa capitalista en nombre de lo universal. Se requiere la enorme ingenuidad de un Rougemont para escribir que se trata, para los europeos, de "sentirnos responsables de una cultura particularísima. Esta cultura es el corazón de una civilización que, ella sí, ha venido a ser realmente universal, para bien y para mal". Spengler declara con más lógica: "No hay verdades eternas. El único criterio de una doctrina es su necesidad para la vida". Efectivamente, un pensamiento pluralista no podría anexarse, sin contradicción, la eternidad; pero el pluralismo nos ofreció el medio de esquivar la dificultad que suscita: bastará con sustituir el ideal de universalidad por el de reconocimiento de una multiplicidad de verdades. Debemos confiarnos en aquella que nos es impuesta por una necesidad vital. La civilización burguesa occidental es la única a la que estamos sustancialmente vinculados; no sólo la de mañana no importará ningún progreso con respecto a ella, sino que además estamos separados de ese lejano porvenir por un abismo radical. Como no tenemos poder sobre él, no es para nosotros más que un concepto vacío. Nuestro único deber es esta Forma a la que pertenecemos: la declinación que la amenaza no encierra la promesa de una Forma nueva, sino que sólo anuncia el triunfo de lo informe. Mas allá, todo es noche y silencio. Ocupémonos, pues, de Europa, de Occidente; nada más nos concierne. Jaspers confirma, aquí también, la tesis spengleriana. Hay, según él, una pluralidad de verdades que comunican entre sí por su relación con el Ser, pero que reclaman ser vividas en su superación. "Mi verdad, lo que soy, en la medida en que existo, tropieza con otra verdad en tanto que existente; por mi verdad, con ella, vengo a ser yo mismo; mi verdad no es la única, pero sí es única e insustituible en tanto que está en relación con mi prójimo." Ser uno mismo es la ley suprema: es abrirse a lo Trascendente. Yo no alcanzo esa autenticidad sino cuando asomo mi finitud en vez de pretender excederla. Por lo tanto, mi deber de burgués occidental es querer incondicionalmente la Desde luego, si la civilización ha de salvarse será contra las masas, porque estas sólo intervienen en el curso del mundo como elementos de disolución: desintegran el orden, provocan los cismas, niegan lo Trascendente y vacían la realidad humana de su sustancia. Por ellas, todo se pierde y nada se crea. Corresponde a la élite salvar al "mundo maravilloso" de las culturas. El hombre occidental se considera hoy investido de una misión; pero se demostrará que el no privilegiado no merece el nombre de hombre. Privada de sus pretensiones como agente histórico, la masa es, además, excluida del mundo del pensamiento, del de los valores éticos y estéticos, y ya veremos por medio de qué estratagemas. "El sentido común es la cosa del mundo mejor distribuida." La derecha no podría admitir una afirmación tan groseramente democrática. Lo que comparte el conjunto de las "bestias humanas" es únicamente su animalidad. Lejos de constituir un fondo común a través del cual todos los hombres pueden reconocerse, el pensamiento es para los burgueses una facultad distinguida, y que distingue. Hemos visto que los teóricos burgueses profesan un subjetivismo psicofisiológico: las ideas reflejan no el objeto pensado, sino la mentalidad del sujeto pensante. Esta mentalidad es un complejo harto misterioso que depende parcialmente de factores exteriores, pero que expresa ante todo una determinada esencia: hay un alma negra, un carácter judío, una sabiduría amarilla, una sensibilidad femenina, un sentido común campesino, etc. La naturaleza de su esencia define la región del ser que es accesible a cada cual. Por lo tanto, esta filosofía subjetivista es también anti-intelectualista: no es una filosofía de la conciencia, sino del ser. El conocimiento (o co-nacimiento, según la expresión de Claudel), es comunión; no depende del entendimiento ni de la razón. El hombre de derecha desprecia, como "primario", el saber sistematizado, que se comunica metódicamente y puede abrevarse en los libros; sólo le merece crédito la experiencia vivida, que une singularmente a un sujeto y un objeto que participan de una misma sustancia. Entre los individuos conscientes existe, pues, una jerarquía: los que poseen más "nobleza vital", más "riqueza sustancial", realizan la más perfecta comunión con el ser. La masa, privada de sustancia, está condenada a un sopor animal, entrecortado de alucinaciones y delirios. Los individuos arraigados en una forma sustancial -es decir, los que aceptan el orden burgués- tienen todos alguna cosa valiosa que revelar; en su sitio, dentro de sus límites, captan verdades que se le escapan al teórico racionalista. La mujer, que echa sangre y que alumbra, tendrá de las cosas de la vida un "instinto" más profundo que el biólogo. El labrador tiene de la tierra una intuición más justa que un agrónomo diplomado. El colonizador escucha con ironía las teorías del etnógrafo: azotando un negro es como se aprende realmente a conocerlo. Spengler explica que esta forma concreta, la raza, no se deja aprehender por el sabio que analiza y pesa, sino que se revela al hombre de raza: "Las puras razas humanas -escribe- difieren entre sí absolutamente en la misma forma espiritual que las impuras. Un mismo elemento que sólo se revela al gusto más delicado, dulce aroma presente en cada forma, une por debajo de todas las altas culturas, en Caucasia a los etruscos con el Renacimiento, y en el Tigris a los sumerios del año 3000 con los persas del año 500 y los otros persas de la época islámica. Todo esto es inaccesible al sabio que mide y que pesa. Existe para el sentimiento que lo apercibe al primer golpe de ojo, con una certeza no engañosa, pero no para el análisis científico. Deduzco de ello que la raza, como el tiempo y el destino, es una cosa decisiva para todas las cuestiones vitales, algo de lo que todos tenemos un conocimiento claro y distinto desde que renunciamos a aprehenderlo por el entendimiento, por el análisis y la clasificación que disocian. De ahí que el único medio de profundizar la parte totémica de la vida sea no la clasificación, sino el tacto fisiognomónico". A través de la fraseología spengleriana se reconocerá uno de los lugares comunes más caros a los hombres de derecha. Charles Maurras enseñaba que un judío nunca sabría sentir un verso de Racine. En su novela, Gilles, Drieu la Rochelle denunciaba el carácter "moderno" de los judíos, cuyo pensamiento racional deja escapar lo que hay de instintivo y de complejo en el mundo. Un desarraigado, un desclasado, no pueden comprender jamás la clase o la raza de que son intrusos. En Les Déracinés, de de Maurice Barrés, Racadot, a pesar de toda su inteligencia, cae en error porque es un desarraigado, mientras que el débil Saint-Phlin, bien instalado en la tierra de sus antepasados, se mueve fácilmente en la verdad. Los padres burgueses se convencen de buena gana que su hijo, así sea el peor de la clase, posee ese "no sé qué" de que carece el becado más brillante. Este sistema viene a maravilla a los "ideólogos activos y conceptivos" que lo han elaborado, porque les permite restablecer en su beneficio el criterio de autoridad. El individuo superior -por la sangre, la nobleza, o su puerta abierta a lo Trascendente- es capaz de sentir en su casi totalidad el conjunto de las formas que constituyen la realidad: él sólo. Gracias a este postulado, el pensador de derecha supera fácilmente las aparentes contradicciones de su actitud: cuando se las torna con los marxistas, el anticomunista sólo ve en las ideas una racionalización superficial de instintos inconscientes, de formas tenebrosas; cuando se trata de sí, las declara fundadas objetivamente. Pluralista cuando aborda las verdades de los otros, considera su verdad como un absoluto. Pero esa falta de reciprocidad, según él, se justifica perfectamente, porque la singularidad de ciertos hombres -los selectos, entre los cuales se cuenta- consiste precisamente en alcanzar lo universal. Al encerrar a sus adversarios en una inmanencia vacía, a sus inferiores en una particularidad estrecha, se levanta por sobre ellos como un amo cuyas revelaciones deben ser aceptadas por un acto de fe. Es una posición infinitamente débil, y a la vez inexpugnable. El verdadero Abraham nunca está seguro de ser Abraham, pero nadie puede demostrar a los Napoleones de hospicio que no son Napoleón. Esta ambigüedad explica el tono categórico que adoptan por lo general los escritores de derecha. No someten sus ideas al juicio de los demás, sino que anuncian verdades cuyo valor personal es la única, suficiente garantía. Demostrar sería rebajarse. El Maestro se sitúa más allá de toda impugnación posible, reclama una adhesión incondicional. ¿Qué verdad le opondremos si la verdad suprema es, precisamente, la Esta teoría del conocimiento implica necesariamente que aun lo real sea irracional. Hallamos aquí una de las paradojas del pensamiento burgués: los "miembros activos" de la burguesía creen en la ciencia, la hacen, la aplican, pero sus ideólogos perseveran en desacreditarla. Ya se sabe cuán fantasiosa a es, por ejemplo, la interpretación que dieron del principio de indeterminación: aseguran que la materia misma es desorden y contingencia. La creencia en las necesidades naturales es, efectivamente, la primera condición de una liberación humana. A la inversa, en un universo caótico, imposible de dominar por el pensamiento, el hombre está aplastado, es pasivo, es un esclavo, su abyección salta a los ojos, y no es, decididamente, otra cosa que una bestia despreciable. Y se siente perdido, está dispuesto a escuchar dócilmente la voz del Elegido que se propone guiarlo, se es el motivo de que el pensador de derecha afirme que la naturaleza es capricho y misterio; la ciencia, que analiza y clasifica, no capta sino apariencias superficiales; está animada de una villa secreta, penetrada de fluidos invisibles. Su realidad profunda no es este mundo empírico que se nos manifiesta, sino un Ser oculto, sustancia cósmica o espíritu trascendente. Según Spengler, la realidad exterior es sólo "una expresión y un símbolo". "La morfología de la historia universal se transforma necesariamente en un simbolismo universal." Jaspers, que espiritualiza, según hemos visto, las tesis de Spengler conforme a las necesidades de la Alemania posfascista, toma de él la idea del tacto fisiognomónico y la utiliza para descifrar la trascendencia en la fisonomía de las cosas. En vez de disociar la realidad que hace la ciencia, es preciso, dice, comprenderla a través de las "cifras", que expresan totalidades. La naturaleza es una cifra, indefinidamente equívoca. La historia también, en tanto que es frustración. La conciencia en general es cifra, y la cifra última es la existencia misma Este esoterismo confirma la importancia del Maestro. La revelación de los secretos está reservada a algunos iniciados, dotados de una gracia innata. No es asombroso que, a partir de ahí, ciertos pensadores se orienten hacia el ocultismo, la alquimia, la astrología. Hitler creía en los horóscopos; si, gracias al "tacto fisiognomónico", se puede conocer todo un hombre por la forma de su cráneo, ¿por qué no penetrar su personalidad por medio de las líneas de la mano, o la configuración del cielo? La ola cósmica lo penetra y conjuga todo, y se puede conocer cualquier cosa a través de cualquiera de sus elementos. Si el hombre está determinado no por otros hombres, sino por el espíritu de la Tierra, su destino se juega en las estrellas o en la borra de café, antes que en las plazas públicas. La mística conduce a la magia. Así se explican las aclamaciones que acuerda la derecha a simbolismos más o menos inspirados en Oriente, la cálida acogida que sólo dispensa a los libros de René Guénon, René Daumal, Albert-Marie Schmidt, Raymond Abellio, el crédito que encontró un Gurdjieff. La mística conduce también al silencio. El anti-intelectualismo de la derecha se manifiesta en su relación con el lenguaje. Confiar en la palabra, común a todos, es una actitud bajamente democrática. La Verdad, oculta tras los símbolos y las cifras, es inefable. Nietzsche consideraba el lenguaje como una traición: "¡Qué locura la palabra!" Spengler escribe: "Lenguaje y verdad terminan por excluirse. Cuanto más profunda es una comunicación, más necesariamente llega a renunciar, por esta razón, al signo. El más puro símbolo de entendimiento que la lengua haya concebido es una vieja pareja campesina sentada de noche ante su granja, hablando en silencio". Brice Parain concluye del siguiente modo su ensayo sobre el lenguaje: "Cuanto más cerca estamos del silencio, más cerca estamos de la libertad". Según Jaspers, las cifras desembocan en lo inefable. El triple lenguaje de la trascendencia resuena finalmente en el silencio: el fracaso es ese silencio. La última cifra es silencio. Esa paz muda es la revelación suprema. "El no ser revelado por la frustración de todo lo que nos es accesible es el Ser de la trascendencia." Efectivamente, la palabra, adaptada a la vida de sociedad, a la existencia empírica, no puede expresar la verdad del hombre, que es su relación con el Cosmos, con lo Trascendente. La conversación articulada sólo conviene a la masa; los hombres auténticos se comunican a través de la sustancia en que se encuentran arraigados unos y otros: los atraviesa un mismo fluído misterioso, una misma Forma los deslumbra. La literatura de derecha sobresale en describir esos acuerdos sin palabras, en alabar esas sabidurías mudas. La verdad de los humildes - campesinos, mujeres, indígenas, servidores, pobres artesanos- no podría expresarse mejor que por Pero los intelectuales de derecha hablan, hablan demasiado, y la libertad de expresión es, incluso, una de las que proclaman con más ardor. Y, por lo general, no creen mucho en las mesas que bailan. En su mayor parte, se mantienen fieles a cierto racionalismo; pero siempre conceden a lo irracional lo que sea preciso para imponer su autoridad. Si la verdad fuese universalmente demostrable, el pensamiento estaría democráticamente abierto a todos: sustituyen las relaciones rigurosas, necesarias, que establece la ciencia, por relaciones tenues y objeta-bles. Según ellos, la tarea del pensador consiste en alcanzar, más allá del dato empírico, esas "formas" que sólo son accesibles al "tacto fisiognomónico", y sentir las relaciones singulares que entre ellas transcurren. Spengler se propone, de esta suerte, crear una morfología, y todo su sistema reposa sobre aproximaciones formales entre formas: sobre la Analogía. La Analogía desempeña una función muy importante entre los doctrinarios de derecha. Es el único tipo de explicación que nos concede Monnerot, por ejemplo, en la Sociologie du Communisme: en el primer capítulo asimila el comunismo al Islam, y en todo el resto no hace más que desarrollar las consecuencias de ese acercamiento. Además, insiste en analogías mil veces señaladas entre el comunismo y la Iglesia, el siglo XX y la alta Edad Media. ¿Quiere explicar a Lenin? Escribe: "El problema de la impotencia de la plebe había recibido ya una solución análoga a la de Lenin, que es, mutatis mutandis, la militarización. La analogía juega también en este caso. Lenin ha sido, sin saberlo, el primer teórico y el primer práctico del cesarismo de nuestro tiempo". Para explicar por qué ciertas civilizaciones progresan y otras se estancan, Toynbee se limita a proponernos una imagen: a los alpinistas suele ocurrirles, durante sus ascensiones, que se inclinen, fatigados, sobre la perspectiva; algunos se complacen en ella, otros vuelven a partir: he ahí la clave de la historia. Ya se ve cuánta libertad se reserva el teórico para sus caprichos: los hechos no le imponen interpretación alguna; cada cual, de Spengler a Jaspers, pasando por Toynbee y tantos otros, los acomoda a su fantasía. A propósito de las ideas de Aron sobre la Historia, Jean Pouillon demostró cabalmente, en un artículo de Les Temps Modernes, cómo la idea de contingencia objetiva está al servicio de lo arbitrario subjetivo: "No hace, pues, más flexible al determinismo histórico, sino que se limita a impugnar su unidad, a cortarlo en pedazos. Es lo que llama la contingencia, que no implica para él una concepción nueva de la relación causal, sino que es, pura y simplemente, una solución de continuidad que él introduce donde le conviene, en función de lo que quiere probar". Una vez más, una de las ventajas del pluralismo es que infiltra en el universo ciertas discontinuidades que favorecen las intervenciones interesadas del sujeto pensante. La teoría de las formas satisface, además, a esa tendencia fundamental

Source: http://www.cristoraul.de/SPANISH/sala-de-lectura/Politica/Simonedebeauvoir.pdf

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