Lezama lector de plÁcido

Enrique Saínz
LEZAMA LECTOR DE PLÁCIDO
Leer a Plácido en nuestros días, después de tanta poesía vanguardista, tantas voces renovadoras o que han querido transformar la manera de percibir y de relatar la realidad, puede parecer a primera vista una experiencia insípida, insufrible e infructífera. Los poemas de este mulato sencillo que había nacido en Cuba bajo circunstancias humillantes para los naturales de la Isla dejaban ver, sin embargo, un don poético que situaba a su autor en un lugar destacado y lo hacía trascender hasta hoy como una importante figura de nuestra cultura por su talento y su sensibilidad, esa capacidad de cantar y de transmitirnos la belleza con palabras, ritmos y estructuras sintácticas. Hombre de escasa formación intelectual, sin viajes ni frecuentes experiencias vitales relevantes, creó una obra que puede leerse con singular agrado y en muchas ocasiones con un placer estético e intelectual nada desdeñable. Y me refiero a lo que podríamos llamar una lectura pura y simple, sin ponernos a pensar que se trata de un mestizo pobre, sometido a la opresión colonialista de España, una lectura sin lástima ni miradas compasivas a su autor. Era el suyo un talento espontáneo, de improvisador rápido y sagaz, pero no se quedó ahí su expresión, sino que logró también páginas de conmovedora belleza y de gracia espléndida. Esa es al menos mi experiencia de lector, mi experiencia cuando me siento con su obra delante sin pensar en la época ni en los sufrimientos que su contexto y su origen le hicieron padecer. Imagino que a ustedes les habrá ocurrido algo similar, cualesquiera que sean sus gustos en materia literaria y sus concepciones acerca de la poesía. Creo que los poemas de Plácido nos llegan a pesar de las vanguardias, las posmodernidades y los genios de todas las épocas. Y algo más: hago una lectura gustosa de su poesía sin pensar que es “nuestro”, no me acerco a su obra por eso, sino sencillamente porque quiero tener el placer de sentir su cadencia, los aciertos de su léxico, su manera de dialogar consigo mismo, siempre tan cálida. Por muy cubano que haya sido este poeta, no bastaría para convencerme de realizar lecturas de sus textos. Otros han sido también cubanísimos y no se me ha ocurrido nunca sentarme con uno de sus libros delante para tratar de adentrarme en sus páginas. Si no hubiese sufrido hasta la muerte la brutalidad y la violencia terrible del colonialismo, su poesía sería, creo, igualmente admirable hoy. Siempre trato de abstraerme de las historias personales del autor para leer su obra, pues considero que en un primer acercamiento todo lo vivido carece de importancia real para valorar su herencia literaria. Desde luego, el conocimiento no tiene que sufrir limitaciones de ningún tipo, ha de estar abierto a toda posibilidad de enriquecimiento, pero no ha de constituirse en condición sine qua non para que disfrutemos los alcances de una realización artística. Si el creador en cuestión nos interesa, nos dice lo que necesitamos, entonces iríamos a buscar su contexto y sus vivencias de diversa naturaleza, complemento que reclamamos a posteriori porque nos hemos comunicado con él en una dimensión más profunda que el mero dato historicista, por trágico, desgarrador o pletórico de humanismo que éste sea. Cuando ese lector se llama José Lezama Lima y además tenemos el privilegio de contar con sus apreciaciones en un ensayo escrito o en una conferencia oral, nuestra visión de la poesía y del autor se enriquece notablemente. Nunca ha dejado de sorprenderme la capacidad de Lezama para ver y revelarnos rasgos de un poeta o de un escritor de cualquier género. Igualmente admirable es su capacidad para realizar un diálogo incomparable con autores que la crítica, a veces la crítica a lo largo de siglos, ha considerado menores. Su disfrute no se limita a los grandes, los clásicos universales, sino que llega hasta figuras que no han sido muy admiradas por la historiografía literaria, no al menos en la dimensión en que él llega a admirarlas y valorarlas. Así sucede con los autores de nuestra época colonial, como podemos apreciar en la antología de la poesía cubana en tres tomos que publicó en 1965, donde recoge nombres y poemas de diferentes calidades y penetración, en los que pudo ver aciertos muy atendibles junto a medianías nada despreciables, pero sobre todo pudo ver una tradición, un corpus que tiene tanta dignidad como los que hallamos en las más ricas literaturas de Occidente. Esa posibilidad de sorprendernos con una revelación magnífica en un poeta cubano del XIX, o de admirar la obra de autores nada fulgurantes, pero que poseían una sabiduría de gran dignidad, hasta hacernos sentir que tienen un sitio muy merecido en una historia espiritual que también nos enseñó a estimar grandemente el propio Lezama, nos hace más entrañable aún su propio aporte a la cultura cubana, presente no sólo en sus incomparables poemarios, en su novela Paradiso o en sus deslumbrantes ensayos. El caso de Plácido es ilustrativo de lo que acabamos de decir. Veamos primero qué nos dice Lezama del autor de “Jicotencal” en la nota crítico- biográfica que escribe acerca de él en su mencionada antología de 1965. Allí leemos estos juicios espléndidos por su delicadeza y su riqueza espiritual, afirmaciones absolutamente ajenas a todo análisis estructuralista, posmoderno o culturológico, pero dentro de una tradición milenaria del crítico-poeta, a la manera de Eliot, un modo muy lezamiano, de frutos inolvidables dentro de los aportes de los origenistas a la literatura nacional. Nos dice el antólogo: Plácido incorpora a nuestra poesía la gracia juglaresca. Nuestra poesía salía de la pesantez del neoclasicismo, para entrar en los excesos del romanticismo, entonces fue cuando llegó la gracia sonriente y el aire amable de Plácido. Es innegable que en su verbo poético se expresan muchas de las condiciones de nuestra naturaleza, transparencia, juego de agua, enlaces finos y sutiles. Raro será el poema, aun en los más ocasionales, en que no se encuentre un giro gracioso, una metáfora aireada y como la misteriosa penetración de los cuatro elementos de nuestra raíz. Al igual que Heredia, aunque por motivos muy distintos, Plácido es de los primeros poetas cubanos que llegó a ser gustado por los cultos y por la gente del pueblo, pues unía la espontaneidad a un refinamiento cuya esencia es constante aunque desconocida. Fue la alegría de la casa, de la fiesta, de la guitarra y de la noche melancólica. Tenía la llave que abría la puerta de lo fiestero y aéreo.1 1 José Lezama Lima. “Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido)”, en Antología de la poesía cubana. Tomo II. Siglo XIX. La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1965, pp. 276-279. La cita en las páginas 277-278. Más adelante continúa en estos términos, en un plano más alto y sustancioso: “Plácido no es un poeta en cuya formación ni desarrollo la literatura sea predominante, en realidad, forma parte de nuestra naturaleza, es fino, sensual, medido. Tiene algo de los finos valles de las provincias occidentales. El trabajo de platero que realiza en su adolescencia, nos causa la impresión de que dejó huellas en la esencia de su verso, pues su raíz y su copa son platerescas.”2 En el resto de esa nota de presentación abundan los datos de su vida y de sus labores, hechos más o menos significativos para comprender y apreciar los valores de su poesía, pero que nos revelan que el comentarista los estima por su capacidad iluminadora en la medida en que conforman un contexto hostil o fecundo para la creación literaria. Sabemos entonces que Plácido tuvo una formación académica endeble, pero no invalidante; pobre, pero suficiente para que su talento se desplegara. Nada nos dice de la influencia de Domingo del Monte en esta obra, pero sí de su profunda cubanía, de su armoniosa relación con nuestro paisaje y esa manera tan suya de estar en la naturaleza. Acaso el más alto momento de esas páginas caracterizadoras esté en esta aseveración: “Tiene algo de los finos valles de las provincias occidentales.” Sólo un poeta como Lezama podía mirar así a Plácido y alcanzar esa iluminación, ese refinamiento de un linaje semejante, como los hallazgos que tanto aprecia él mismo en otros críticos admirados por él. Podemos preguntarnos por qué el antólogo, tan fabulador tantas veces, acopia datos y hechos de la vida y de las relaciones de Plácido y no se limita a interpretarnos sus poemas más detenidamente. Cuando alude a personajes ilustres de otras culturas aporta también informaciones puramente factuales. No se trata de rezagos de un positivismo que a la altura de mediados del siglo XX hubiese permanecido activo en la cosmovisión lezamiana, sino de que ese conjunto de acontecimientos que va encontrando en sus indagaciones confluyen en la integración de una escritura o de una obra artística, ya se trate de un poeta o de un pintor. Recordemos que en la concepción de la poesía que expuso en varios de sus ensayos otorgaba un rango creador a conductas y hechos, con los que se creaba una imagen intemporal, fecundante, resistente en su extraordinaria capacidad de configuración del poema. A propósito de esto que vengo diciendo apunta Cintio En la visión de Lezama, la cultura universal es ofrecida por primera vez al americano como una fiesta o como una tragedia: ambos contenidos se funden en el distanciamiento doloroso de su voluptuosidad. Pero no se trata del disfrute de un banquete que no hemos merecido, sino de sacar a la cultura de sus fríos encadenamientos aparentes, de su cerrazón de hecho consumado (pues quien dice cultura dice historia), para hacerla entrar en el impulso perennemente generador del sentido poético. Esto sólo será posible si encontramos la liaison, el enlace, en un punto común que encierre la virtud germinativa original de ambas esferas: historia o cultura de un lado, del otro poesía. […] Hallado ese centro de gravitación, todo empieza a girar en torno a él. Un dato histórico, un sucedido, una escena, una interpretación de la cultura o una leyenda, pasado su escasísimo tiempo de vigencia causalista y factual, sólo puede vivir como imagen. Pero es que su nacimiento mismo lo debe a la participación seminal de la imagen, término del Eros metafórico, en Ahí está la razón última de la indagación en torno a la vida de un poeta y la entrega a los lectores de aquellos datos que el investigador o intérprete considera significativos en su formación intelectual y en su experiencia histórica concreta. Todo ello forma parte sustantiva de la escritura, de la conformación de una obra cuyos alcances van más allá, en la concepción lezamiana, de sus virtudes o calidades más o menos logradas según ciertos cánones estéticos de época. Y no se trata de la ridiculísima pretensión de situar en el mismo plano la extraordinaria herencia de un coloso de la creación, un Goethe o un Rilke, por ejemplo, y una figura muy menor como nuestro Plácido, paralelo que no conduce a sitio alguno, sino de otorgar a la palabra poética la dignidad que posee como reveladora de una sustancia inapresable 3 Cintio Vitier. “Décimotercera lección. Crecida de la ambición creadora. La poesía de José Lezama Lima y el intento de una teleología insular”, en su Los cubano en la poesía [1957]. La Habana, Editorial Letras Cubanas. 1998, pp. 309-330. La cita en la página 327. por otras vías, realización que los poetas menores logran de amanera total desde su dimensión. ¿Cómo pudo, si no, alcanzar Plácido sus mejores momentos con tan escasas y a la postre pobres lecturas? Los mejores poemas de su obra nos recuerdan en muchas ocasiones hermosos pasajes de nuestros clásicos mayores: Quevedo, Fray Luis, pues el poeta mulato nacido en estas tierras tenía su idioma en profundidad, lo poseía en una dimensión que le permitió llegar muy adentro en la espesura del acontecer desde la pura y simple palabra y a partir de vivencias riquísimas que él transmutó en páginas de gran belleza. No se trata de un aprendizaje libresco, aunque desde luego haya llegado al conocimiento de su lengua mediante lecturas diversas, sino de una capacidad creadora no muy frecuente, una capacidad de asimilación y de mirada que se convirtieron en palabra poética, en expresión de un hondísimo drama personal. Creo que desde esa perspectiva vio Lezama la poesía de Plácido y la de otros poetas cubanos del siglo XIX. Recordemos lo que nos dice de Heredia y de Martí en su ensayo “La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX)”, incluido en su libro La cantidad hechizada (1970). Recordemos también la acumulación de datos singulares de nuestros siglos iniciales que va sumando en el ensayo que escribió como prólogo a la antología de la poesía cubana a la que ya hicimos referencia. En ambos textos percibimos cómo se va produciendo en nuestra historia cultural una fusión entre historia y poesía, cómo se van integrando los distintos elementos del suceder con la estructuración de un discurso poético, sustanciado asimismo por el diálogo (real o de época) de los poetas con los hombres de ciencia que los acompañaron en su momento. Ello ensanchaba la experiencia íntima de los escritores, les abría la posibilidad de conocerse mejor y con una mayor profundidad. Dice en un momento de su prólogo a la antología: “El cubano va conociendo más su tierra, no tan sólo en sus referencias poéticas, sino en su constitución geológica”.4 Similar apreciación encontramos en un importante pensador del siglo XIX alemán, Wilhelm Dilthey, en cuyo ensayo acerca de Novalis, de 1865, incluido en su libro Vida y poesía (1905), establece una relación causal entre la creación literaria del autor de Los discípulos de Sais y sus estudios de ciencia. Exponiendo los propósitos del propio poeta dice Dilthey: “Bullía en él, como en tantos otros hombres de su 4 José Lezama Lima. “Prólogo a una antología” [1965], en su Obras completas. Tomo II. Ensayos / cuentos. Madrid, Aguilar, 1977, pp. 995-1038. La cita en la página 1021. edad arrastrados por aquel movimiento entusiasta, la idea de erigir su vida entera sobre las ciencias y la poesía”5, aseveración que se hace nada menos que acerca de un romántico absoluto. Lezama fusiona, siguiendo los postulados de su pensamiento en torno a la cultura y la poesía, el conocimiento científico de una época con sus posibilidades de erigir una obra poética que se nutra en profundidad de esos hallazgos y búsquedas del desarrollo alcanzado por las ciencias en cada momento. Los oficios del poeta entran asimismo a integrar una cosmovisión que habrá de aparecer en el centro de su obra de creación literaria. Veamos qué nos dice acerca de la deliciosa décima con el pie forzado “la campanilla de qué”, tan gustada por Nunca, creemos, se ha señalado la espléndida belleza de esta improvisación. Parece como si Plácido entrase en la platería de ese maestro en su oficio, pero ya dueño por la poesía del taller. Es una décima digna de ser musicalizada por Saumell o por Ignacio Cervantes. Lo más logrado de la poesía de Plácido está conseguido con ese toque de improvisación ligera, como si recibiese con suma elegancia la primera arribada de la inspiración.6 En su tesis, ya en la época en que aparece el romanticismo en las letras cubanas el lenguaje ha madurado y se ha enriquecido la cosmovisión de los poetas con los adelantos y las investigaciones científicas, se ha llegado a un estado de sensibilidad en el que podemos disfrutar de los grandes momentos de la poesía de Heredia, favorecido, según Lezama, con una historia familiar de una alcurnia que va más allá de la riqueza o del boato de las familias más encumbradas, pues se caracteriza por un refinamiento de las maneras y un espíritu libertario que tiene su más fructífero ascendiente espiritual en una aristocracia de la cultura y del servicio a la comunidad, como sucede en Plácido en menor escala, cuyas labores como trabajador del taller tipográfico de Boloña y del taller de fabricación de peinetas nutren su palabra con un primor de la más alta estirpe. Esas dotes de improvisador que subraya Lezama en 5 Wilhelm Dilthey. “Novalis”, en su Vida y poesía. Prólogo y notas de Eugenio Ímaz. México, Fondo de Cultura Económica, 1978, pp. 287-339. La cita en la página 291. 6 José Lezama Lima. “Prólogo a una antología” [1965], ed. cit., p. 1024-1025. Plácido como su más relevante virtud, descansan en un silencioso aprendizaje del oficio de la palabra, el que le viene de las lecciones que fue ganando en el cumplimiento de sus tareas como aprendiz de las labores manuales en las que trabajó. Esas tareas afinaron su percepción y prepararon al poeta para decirnos el mundo circundante, para que su poesía adquiriera esa semejanza con los valles del occidente cubano a la que se refirió Lezama. No quiero dejar pasar esta oportunidad para discrepar del autor de “Muerte de Narciso” cuando afirma que lo más logrado de la obra de Plácido está en su “toque de improvisación ligera”. Sin negar el carácter juglaresco de su figura dentro de la poesía cubana, rasgo que destaca también Vitier en las caracterizaciones que hizo de su obra, creo que en los textos que no fueron fruto de la improvisación hallamos ejemplos extraordinarios de creatividad y buen gusto, de gran acabado formal y de continuidad de una tradición muy dignamente sostenida por él. ¿Cuál sería entonces la nota distintiva de esta poesía? La idea de improvisación viene acompañada de cierto distanciamiento afectivo del poeta, de un desinterés último por el tema, lo cual convierte al texto en un afortunado testimonio de destreza puramente externa. Desde luego, la poesía no es consecuencia de una detenida reflexión ni de la defensa de una tesis científica o filosófica, sino que tiene mucho de espontáneo fluir de la experiencia vital y conceptual hacia la palabra. La raíz de sus logros más altos hay que buscarlos en la profunda relación espiritual del poeta con sus conflictos y problemáticas, sus anhelos y búsquedas fundamentales de intelección de la realidad, como nos evidencia la historia de la cultura. La improvisación de Plácido nos habla de su condición de poeta natural, pero no nos da en verdad toda la dimensión de su importancia en las letras cubanas. Era, sin duda, algo más que un repentista hábil. Acaso el mayor ejemplo de eso que hemos venido diciendo lo encontremos en su famosa “Plegaria a Dios” o en su magnífico soneto titulado “Súplica”. Si nos adentramos en su obra para valorarla sin prejuicios ni pasiones, sino con una objetividad imprescindible que no se desentienda de su época ni de los diversos factores que se conjugan en la elaboración de un corpus lírico, y que tenga en cuenta al mismo tiempo las revelaciones que podemos esperar de una lectura desde la poesía misma, llegaremos a la conclusión de que Plácido es un poeta al que hoy disfrutamos por su poesía sin más, antes de conocer los hechos fundamentales de su vida y de su contexto histórico-social. Lezama disfrutó de sus textos a priori, los leyó con la perspectiva del poeta que dialoga muy adentro con las palabras y sabe cuándo estas poseen la fuerza comunicante de la poesía. Después vienen las apreciaciones de otro tipo, el estudio de su biografía, el análisis de su formación intelectual, de su posición social bajo el régimen colonialista. Plácido vendía sus versos y cantaba elogios a notables figuras de la época, pero poco importa ahora si se había envilecido o si eran inciertas esas alabanzas a figurones del momento. Su importancia para nuestra historia es mucho mayor que la elucidación de esa fama de cantor de elogios, justa o injustamente ganada. Si una obra necesita ser explicada por sus circunstancias o por razones éticas para que sea disfrutable por la posteridad, su trascendencia no irá más allá que su fecha de escritura o de composición. Los poemas de Plácido resisten el paso de los años sin explicaciones historicistas. Desde luego, el aprovechamiento del legado de un artista se enriquece cuando penetramos en su mundo, en sus lecturas, en sus frustraciones y alegrías, en sus fracasos y éxitos, pero nada de eso es un factor imprescindible para que los frutos de su labor nos lleguen en una dimensión realmente trascendente. El acercamiento de Lezama a los poetas cubanos viene signado por una voluntad indagadora que quiere comprender cómo se va integrando una imagen de la nación, cómo se va conformando un estilo, partiendo siempre de una apropiación previa de las figuras que hacen nuestra historia literaria. Lezama parte de los textos y llega entonces al contexto, es un poeta que se ha sumergido en la escritura y de esa experiencia reconstruye la existencia, integra la imagen, aunque esta imagen histórica tiene para él tanta fuerza germinativa como los propios poemas que con tanto fervor ha venido leyendo durante años. De ahí que haya dado un rango de gran linaje a nuestras grandes figuras, un rango universal, sin que ello niegue las ya fijadas jerarquías que la crítica y la historiografía literarias han establecido. Un número mayor de reflexiones y de datos acerca de Plácido nos ofrece Lezama en la conferencia que le dedicó dentro del ciclo que impartió en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba en 1966. Allí se detiene en juicios admirables, como el que emite en los momentos iniciales de la charla, cuando dice que Plácido es “Uno de los poetas significativos de Cuba, perteneciente también al grupo de esa familia de los atridas que sufren un destino espantoso […]”7 Apunta más adelante: “Su vida se desenvuelve como en la premonición de que algo tremendo le va a pasar”8, suspicacia trágica que tiene su raíz en “un concepto pesimista, estoico”9. Con esa observación quiere establecer una continuidad dentro de la historia de nuestra sensibilidad, de la formación de una cubanía que habría de culminar, para Lezama, en la tremenda obra de José Martí, en quien confluyen todas las esencias nacionales que se han venido forjando desde los mismos comienzos del siglo XVI y que tienen su primera expresión conocida en aquel fragmento de carta de 1544, del canónigo Miguel Velásquez, en la que califica a Cuba de “¡Triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío!”10. De sus ascendientes inmediatos va el conferenciante elaborando un linaje entre real y fantasioso, en busca de una estirpe y de una distinción que permita a los lectores percatarse de que la figura tratada poseía una sensibilidad diferenciada, una sensibilidad que enriquecería su mirada y abriría sus sentidos hacia una mayor profundidad en la realidad. Los datos son innegablemente ciertos, con alguna que otra posible variante cuya precisión no aportaría nada de importancia, pero en su afán de exaltar al poeta Lezama pretende situarlo en un ámbito espiritual que marque la diferencia entre él y sus congéneres de la misma condición, e incluso parangonarlo con los blancos de la sociedad esclavista en la que nació, todo ello para que su condición de poeta gane en estatura y en relevancia en tanto heredera de una historia de gran refinamiento. Llega entonces a esto: hace un aparte para subrayar que un bailarín español de Castilla, la misma tierra de la madre de Plácido, 7 José Lezama Lima. “Conferencia sobre Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido)” [1966], en su Fascinación de la memoria. Textos inéditos de José Lezama Lima. Selección y prólogo de Iván González Cruz. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993, pp. 105-131. La cita en la página 105. 8 Ídem. 9 Ídem, p. 106. 10 Frase recogida en el siglo XVIII por Pedro Agustín Morell de Santa Cruz en la página 109 de su Historia de la isla y catedral de Cuba. Prefacio de Francisco de Paula Coronado. La Habana, Academia de la Historia de Cuba, 1929. era “un hombre en el cual se veía la influencia del pitagorismo en España”11. Aclara Pero esta bailarina [la progenitora de Plácido] no era una bailarina nada hierática [así calificó poco antes al bailarín mencionado], era una bailarina de teatro. Esto ya arremolinaba su sangre, la profundizaba, había en ella –hay que buscar el giro– como una especie de oblicuidad con respecto a la tradición que recibía, es decir, era una mujer de un estilo muy religioso y profundo, y era al mismo tiempo una aventurera. Es decir, era una mujer innegablemente profunda, una mujer en la cual las decisiones de su vida, las soluciones que aporta, son innegablemente apasionadas y profundas.12 Del padre hace estas anotaciones: “también es un tipo muy curioso, un hombre también excelente para formar a un poeta; es un peluquero de teatro, es decir, se dedica a peinar a las bailarinas. Es un hombre que pertenecía a lo que se pudiera considerar como la aristocracia de su raza.”13 Ahí está entera la tesis lezamiana de la grandeza perdida, de una grandeza por el espíritu, criterio que subyace en la poética origenista y que se constituye en fuente nutricia oculta y raíz de los creadores cubanos que han sustanciado las fuerzas invisibles de la nación. Teoría de la intemporalidad, como en la tesis de las eras imaginarias que durante años elaboró Lezama en sus más señalados ensayos. Fabulación irrefrenable en esas aproximaciones suyas a nuestras tradiciones literarias, a nuestro pasado, a esa historia secreta que va dando cuerpo a una obra. Atribuir a un bailarín la presencia del pitagorismo en España es una afirmación delirante, pero al mismo tiempo admirable por cuanto nos aleja de los causalismos positivistas y de los argumentos que los historiadores de la literatura extraen de los datos biográficos de los autores. Ello nos lleva a una dimensión imaginativa de gran fecundidad, cuando se quiere con ello crear una causalidad oblicua para decirnos que un poeta ha alcanzado 11 José Lezama Lima. “Conferencia sobre Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido)” [1966], ed. cit., p 107. 12 Ídem. 13 Ídem, pp. 107-108. calidades excepcionales porque tenía en sus raíces esa fuerza creadora, ese diálogo con una cosmovisión secular. De ahí se deriva, nos dice Lezama indirectamente, una impronta de la madre de Plácido en sus dotes para la poesía. Sangre arremolinada, profundidad, fusión en una misma persona de religiosidad y aventurerismo, apasionamiento, podrían explicar, según esa tesis, el talento y la sabiduría necesaria de su hijo para realizar una obra poética de calidad y afrontar la muerte con un estilo grave. Falsa o acertada la presencia del pitagorismo en el bailarín de marras y la relación fecundante de los rasgos de la madre de Plácido con sus aciertos literarios y su entereza a la hora de la muerte, crear de ese modo una historia personal y tratar de explicar así la creatividad de un autor me parece algo extraordinario que mucho agradecemos. Revela así Lezama una jerarquía espiritual que considero muy necesaria, a pesar de su ausencia de objetividad, a la hora de valorar a las figuras de Poco después continúa el conferenciante sustentando la importancia de la familia, esa que llama “una familia bien constituida, de raíz profunda, de raíz trágica, apasionada, sensual, nada de una familia deficiente, de una familia que generalmente produce un tipo de artista.”14 Dentro de esa suave aristocracia que traen ciertos oficios, mediante los cuales se logra una posición social sustentada en una riqueza material ganada con finas labores y con un constante quehacer entre las familias pudientes y distinguidas, hay un rasgo que Lezama considera de gran significación: el gusto de Diego Ferrer Matoso y de Concepción Vázquez por la poesía, vocación que ha de haber determinado en alguna medida los caminos poéticos del hijo, así como ha de haber influido la tradición familiar paterna (del abuelo y el padre) en la adopción de los oficios con los que Plácido se ganaba la vida. No sabemos cómo se integra en la persona la vocación, no creo que la ciencia haya llegado a conclusiones definitivas acerca de eso, por lo que no hay razones válidas, al menos para mí, para dudar de que esos rasgos que definen a la familia de nuestro poeta puedan explicar los frutos que el vástago trajo a la cultura cubana. Se abstiene después Lezama de dar juicios acerca de la conducta de Concepción Vázquez en la ahora trágica del fusilamiento de Plácido, actitud que puede explicar sólo por la terrible y peligrosa Con esta frase: “Y ahora vamos a procurar desfacer otro entuerto, que es la educación deficiente de Plácido, que Plácido era un ignorante.”15 Trae entonces el conferenciante los datos conocidos de los maestros del poeta, los cursos de primaria por los que pasó, la influencia que probablemente hayan ejercido aquellos maestros, Pedro del Sol y Francisco Bandarán, director de una escuela “para niños pobres de color”16, en la educación del pequeño, quien a los doce años “lee y escribe correctamente”17, afirmación que contradice lo que leemos en la biografía que acerca del poeta nos dejó Pedro José Guiteras, quien dice al respecto: Según unos apuntes que tenemos a la vista, tuvo la fortuna de caer en manos del maestro don Pedro del Sol, uno de los mejores que entonces poesía La Habana, pero debió permanecer muy corto tiempo bajo su dirección cuando no llegó a concluir el estudio de la gramática, en cuyo arte elemental fueron tan escasos sus conocimientos que durante su vida necesitó del auxilio de sus amigos para la corrección ortográfica de sus obras.18 Después que Lezama sostiene que el bailarín español Vicente Escudero dejaba ver “la influencia del pitagorismo en España”, y recordando otras derivaciones fabulosas en los ensayos del autor de “Muerte de Narciso”, prefiero acogerme a lo que asevera Guiteras. Me inclino más a la opinión de Lezama cuando se detiene a analizar la formación de Plácido ya con más edad, en especial sus lecturas de poetas y su aprendizaje en el taller del retratista Escobar, lecciones de las que el joven creador extrajo enseñanzas de mayor trascendencia. Guiteras se refiere en estos términos al 15 Ídem, p. 110. 16 Ídem. 17 Ídem. 18 Pedro José Guiteras. “Gabriel de la Concepción Valdés” [1874], en Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido. Poesías escogidas. Selección, prólogo y notas de Salvador Arias. La Habana, Editorial Arte y literatura, 1977, pp. 187-205. La cita en la página 189. aprendizaje del Plácido adulto, en consonancia con lo que podríamos imaginar de un hombre de su origen y de tan escasos estudios académicos: Aprendió el dibujo [apunta el biógrafo matancero] con el célebre retratista Escobar, y tuvo de la lengua francesa las nociones necesarias para entenderla con dificultad. Sus medios de ilustración fueron las obras que le venían a las manos, lectura inconexa y más apta a estragar el gusto que a formarlo en los primeros pasos de la juventud por el sendero de la literatura, y de esta falta de preparación y buena dirección se resienten los más de sus escritos.19 La presencia de Plácido como aprendiz en el taller de Escobar y en la imprenta de Boloña va más allá, para Lezama, que la pura y simple adquisición de un oficio que luego habrá de desempeñarse con mayor o menor calidad. Su verdadero valor y trascendencia está en el refinamiento que esos maestros del arte comunican al joven, en la delicadeza de ambos oficios, un aprendizaje en verdad invaluable y que se observa en los mejores poemas que nos dejó, elaborados con un cuidado y un buen gusto nada ajenos a las ganancias espirituales de aquella etapa formativa del artista que fue Plácido. Allí, en ambos talleres, pudo conocer el poeta a hombres de una formación nada insignificante, hombres de letras como Vélez Herrera, Bachiller y Morales y los hermanos González del Valle, de cuyo trato ha de haber extraído también virtudes que luego apreciamos en su obra y en su vida, toda una atmósfera que comunicó al escritor un estilo, una manera de conducirse y de sentir que se traduce luego en palabras, en una escritura que denota una sensibilidad nada común. ¿Hasta dónde podía Plácido adentrarse en los textos de la literatura francesa? Según Lezama leía a Racine, a Corneille y a Molière. Quizá llegó a un conocimiento de la literatura francesa, ya fuese por la lectura de sólo esos autores o ya fuese por la de otros igualmente relevantes, lo suficientemente rico como para incorporar percepciones y miradas que más tarde encontraríamos en sus propios escritos. Su lectura de los neoclásicos españoles y de los autores cubanos más destacados de su momento, cuyas obras ha de haberle facilitado su amigo Sebastián Alfredo de Morales, fue altamente beneficiosa para nuestro poeta. Se refiere también Lezama a las relaciones profesionales de Plácido con otro maestro de la artesanía de entonces, Nicolás Bota, célebre peinetero con quien se traslada a Matanzas y de quien aprende el oficio, nueva ganancia que viene a enriquecer su sensibilidad, si bien ya para esa época era poseedor de unas habilidades que lo distinguían, poco después incrementadas con el ejercicio propiamente dicho de la fabricación de peinetas. Los caminos emprendidos por el poeta, impedido como estaba de recibir estudios universitarios por su pobreza y su condición social, le dan una formación que Lezama considera mucho mejor que la que habría adquirido en las aulas del alto centro docente, al cual califica de “centro de educación muy mediocre”20. Añade a continuación: “Es decir, que el otro lado cultural por donde no iba Plácido era mucho más deficiente que el camino en el cual él se desenvolvía.”21 Creo que tiene toda la razón el conferenciante. No pudo Plácido aprender latín ni francés profundamente, pero su genio poético superó esas deficiencias y le permitió alcanzar una estatura poética que se constituyó, en el terreno de la poesía, en uno de los pilares de la cultura cubana de su momento junto a José María Heredia y Gertrudis Gómez de Avellaneda. Algo similar ocurrió con un poeta como Rilke, ajeno por completo a la vida universitaria europea, pero muy cercano de un gran maestro como Rodin, en quien aprendió lecciones fundamentales de las cuales su extraordinario genio habría de extraer las más perdurables y sustanciosas consecuencias para su creación lírica, una de las más vigorosas de cualquier época y Después de continuar comentando datos biográficos del poeta y de dar su valoración a propósito de las acusaciones de servilismo que ha sufrido su memoria, a las que enfrenta hechos que no demuestran que no fuese servil, pero que el comentarista considera suficientes para convencernos de su rebeldía, arriba Lezama a algunos juicios acerca de su poesía. Pero antes ha continuado la fabulación para entregarnos una imagen de Plácido totalmente creada por su apasionamiento, como se deja ver en la descripción que hace del poeta para explicar su genuina autenticidad, dentro de 20 José Lezama Lima. Ob. cit., p. 111. 21 Ídem. la cual no cabe concebir, parece inferir Lezama, bajezas de ninguna especie. Vemos que se esmera el autor de Paradiso en darnos un hombre tocado por la modestia, la llaneza de espíritu, la veracidad, la aristocracia de un refinamiento que le viene de la familia y de los oficios y el aprendizaje de la poesía, cualidades todas que impiden, supone el comentarista, que pueda expresarse mediante conductas viles, como el sometimiento mezquino a los de más rango o la venta de su poesía, proceder que no está vedado necesariamente por las cualidades que le atribuye Lezama. El primer juicio propiamente literario que emite su autor en esta conferencia es acerca de la décima que termina con el verso la campanilla de qué, pie forzado que le dan al improvisador para que muestre su talento. No vacila Lezama en calificar el texto del modo más exaltado. Nos dice entonces: “Señores, para hacer esta improvisación hay que ser un hombre genial, esto no lo puede hacer cualquiera, ni poeta culto, ni poeta espontáneo.”22 Creo que sí, que ha valorado el crítico ese poema con entera justicia. Oigamos sus calidades, en verdad espléndidas: Impecable, de límpida sonoridad, graciosa, dentro de la mejor tradición del idioma, juego aéreo con las formas y las materias, es ciertamente una pieza memorable incluso si hubiese sido compuesta en los siglos de oro españoles, en aquella gran época de la palabra castellana. Nos recuerda a Lope, con arraigo tan popular y esa sabiduría que acompañaba a su inacabable locuacidad para el verso. Apunta entonces Lezama algo maravilloso al cuestionarse si en verdad esa décima fue improvisada: cree que Plácido tenía en el inconsciente esa estructura por haber leído, con toda probabilidad, otra décima publicada en la Colección de un aficionado a las musas, impresa por Boloña, tomo en el cual figuran también textos de nuestro autor. En aquella que Lezama supone que Plácido leyó hay algunas semejanzas que pueden hacernos pensar en una influencia que facilitó más tarde la improvisación. Continúa luego con otras consideraciones en las que vuelve sobre la presencia del medio, de su circunstancia, en la integración del individuo, y se detiene en los paseos que realiza este repentista magnífico con su gran amigo, Sebastián Alfredo de Morales, eminente botánico y hombre de incuestionable sensibilidad y de notable influencia en el joven, como ya nos ha dicho Lezama en más de una ocasión. Esos paseos, y en general su cercanía con el hombre de ciencias y de una nada desdeñable formación humanística, han de haber tenido una enorme importancia en este creador, sin duda, por lo que seguramente le aportaron en cuanto a recomendaciones de lecturas y quizá a préstamos de obras para el enriquecimiento de su cultura. Los diálogos entre esos dos amigos contribuyeron a conformar en nosotros una bellísima imagen de ambos, creo incluso que esas conversaciones fueron más fructíferas para el poeta que todos los oficios y que la herencia familiar, si es que de ella pudo derivarse, directa o indirectamente, alguna ganancia atendible. No podía Lezama, desde luego, y con mucha razón de su parte, desentenderse de la terrible fatalidad que pesaba sobre Plácido, esa arrasadora ananké que se ensañó con él hasta la muerte, desgracia que no es otra que la de la sociedad sencillamente horrenda en que lo tocó vivir y a la que perteneció en calidad de hombre menospreciado por su raza y su pobreza, a pesar de la estimación que muchos parecían profesarle por su talento y su bondad. Plácido era, como somos todos, una suma de hechos y de problemáticas, de anhelos y de logros, de fracasos y de conductas más o menos explicables. No creo que haya tenido muchas posibilidades de escapar de una sociedad como la de Cuba en las décadas de 1820 a 1850. Participante o no en la llamada Conspiración de la Escalera, por su origen ya estaba de hecho condenado por las autoridades colonialistas; fuese capaz o no de actuar en consonancia con los versos de su poema “El juramento”, este poeta era por definición sospechoso ante las autoridades que lo llevaron a la muerte. No podía irse de Cuba, salida que hubiese quizá impedido que las fuerzas destructivas de la Historia le quitaran la vida; su arraigo en su paisaje y una quizá indoblegable fidelidad a sí mismo le impedían tomar el camino de otras tierras, donde habría de ganarse la vida con su palabra poética, improvisando unos versos que le pagarían como a quien exhibe otras capacidades o vende su fuerza de trabajo. La formación académica y las relaciones de Heredia le permitían encontrar fuera de Cuba medios de vida menos indecorosos, pero Plácido no tenía esos respaldos, su vida no tenía más que el camino de las calles habaneras, matanceras o villaclareñas, el paisaje de nuestros valles, pueblos y ciudades. No era más ni menos cubano que Heredia, la Avellaneda, Martí y tantos y tantas que se fueron al exilio, pero no podía hacer otra cosa que permanecer en la isla aunque supiera que iba a sufrir trágicamente las consecuencias de su situación social. Es pues la suya una Se detiene finalmente Lezama en algunas composiciones placidianas, sobre las que emite un juicio que considero altamente estimable no sólo por venir de quien viene, sino porque se trata de páginas ciertamente admirables. Califica de espléndido el soneto “La primavera”, y del soneto como forma métrica y su tratamiento por el poeta nos dice que “tiene verdaderos hallazgos”. Transcribe “Recuerdos”, una página magnífica, digna de la gran época de la lírica castellana, de Lope o Quevedo, y en la transcripción misma hay de hecho un juicio de valor. Veamos ese texto Cual suele aparecer en noche umbría que brilla, parte, vuela y de repente queda disuelto en la región vacía, cruzaron cual relámpago luciente los años de mi infancia velozmente, y con ellos mi plácida alegría. Ya el corazón a los placeres muerto parécese a un volcán, cuya abrasada lava tornó los cuerpos en desierto; mas el tiempo le holló con planta airada, dejando sólo entre su cráter yerto negros escombros y ceniza helada. Pudo citar con igual justicia otros de paradigmática belleza y acabado, de elegancia y finura semejantes, como el titulado “Súplica”, al que se añade un dato: “escrita en la prisión”, o “Muerte de César”, “A la muerte de Jesucristo” o “A la fuente de la India Habana”, que leo ahora a ustedes para que apreciemos juntos su impecable Mirad la Habana allí color de nieve, gentil indiana de estructura fina, sentada en trono de alabastro breve; jamás murmura de su suerte aleve, ni se lamenta al sol que la fascina, ni la cruda intemperie la extermina, ni la furiosa tempestad la mueve. ¡Oh beldad! es mayor tu sufrimiento que circunda tu hermoso pavimento; empero tú eres toda mármol puro, sin alma, sin calor, sin sentimiento, hecha a los golpes con el hierro duro. Pasa luego Lezama a elogiar el romance “Jicotencal”, al que considera “Otro de sus grandes aciertos”23, y de inmediato entre a considerar el elogio que le hace Menéndez y Pelayo al poema para señalar que en ese juicio crítico el erudito “parte de un error de perspectiva literaria que él siempre tuvo”24, digresión que no acabo de comprender, ya que nada aclara acerca de la opinión expresada por el autor español cuando dice que ese romance de Plácido “Góngora lo hubiese firmado sin desdén”. Añade entonces Lezama: “Esa frase realmente me parece carente de sentido, porque si Menéndez y Pelayo todavía hubiera dicho que Lope de Vega lo hubiera firmado sin desdén, me parecería más correcta.”25 De ahí infiere que Menéndez y Pelayo establece una separación en la obra de Góngora entre los poemas oscuros (Polifemo, Soledades) y los populares (letrillas y romances), con lo que comete un error de su época, nos dice Lezama, que ya hoy ha sido superado por la crítica, verdad total esta última, pero que nada tiene que ver con el criterio de que Góngora firmaría gustoso “Jicotencal”. Finalmente, después de esa digresión para mí injustificada, observa el estudioso cubano lo siguiente: “Este poema revela algo en lo cual Plácido fue un innegable maestro de nuestra poesía, que es en la parataxis de que hablan los filólogos contemporáneos, es decir, la sucesión de palabras de igual nivelación.”26 Si la parataxis es eso, una “sucesión de palabras de igual nivelación”, no la veo en “Jicotencal”. Yo estaba en el público del salón de actos del Instituto de Literatura y Lingüística aquellas noches de 1966 oyendo las conferencias de Lezama, después lo traté con cierta frecuencia, y ni en esa conferencia ni después le pedí explicación acerca de la presencia de la tal parataxis en “Jicotencal”; ahora no llego a saber dónde está esa figura retórica en esos versos. Siempre creí que, como dice el diccionario de la RAE, parataxis era una simple “Coordinación o yuxtaposición 23 Ídem, p. 128. 24 Ídem. 25 Ídem, p. 129. 26 Ídem. oracionales”, y nada más. Sin embargo, algo nos aclara cuando dice que desde el inicio hasta el final, cuando repite el verso las tropas de Moctezuma, “toda la sucesión verbal tiene una altura de iguales tonos de diamante.”27 No sé si a ese rasgo se le llama realmente parataxis, pero no hacía falta el término, creo, para arribar a esa conclusión, mucho más poéticamente iluminadora. Cierra su breve comentario de manera aún más elocuente: “Este romance, como sabemos todos los cubanos, desde el principio hasta el fin es una obra maestra, llevada con un pulso, con una seguridad, con una pesadumbre, con una gravitación verbal realmente espléndida.”28 Comparto plenamente ese criterio que emerge de una lectura desapasionada, sin visiones historicistas de la cultura cubana, sin hacer depender las calidades de una obra de las fatalidades o tragedias de la vida del autor, sino al revés, yendo a ver cómo vivió la persona que fue capaz de escribir textos de tanta belleza y riqueza espiritual como esos que nos dejó Plácido. Finalmente comenta Lezama la célebre “Plegaria a Dios”, en la que ve lugares comunes “que están salvados por el acento”29, al igual, nos dice, que lo que sucede nada menos que con la “Coplas a la muerte de su padre”, de Manrique, a las que ve también lastradas por la que considera “una sucesión espantosa de lugares comunes”30, el mismo defecto que según él tiene la plegaria de Plácido, la cual queda salvada “por el acento, es decir, el acento actuando en la unidad de visión”31. Manrique logra asimismo que su maravilloso poema perdure por “el acento estoico, el lanzaso estoico que lleva arriba cada palabra.”32 ¿Se salvan ambos textos en verdad por lo que dice Lezama, es ese un juicio certero y agudo? No estoy muy convencido, pero creo que sin duda estamos ante dos piezas magistrales, cada una a su manera, que pueden ser leídas una y otra vez con auténtico placer. María Zambrano ha dedicado páginas extraordinarias al gran poema español en su libro Pensamiento y poesía en la vida española, de 1939, seguramente leído por Lezama 27 Ídem. 28 Ídem, p. 130. 29 Ídem. 30 Ídem. 31 Ídem. 32 Ídem. poco después de esa fecha. Es muy probable que a partir de la tesis de Zambrano haya elaborado el conferenciante esos juicios acerca de las coplas de Manrique, aunque la filósofa no alude en su análisis, que yo recuerde, a valores formales. Desde luego, el estoicismo manriqueño es muy visible en la composición, pero en aquella etapa de su formación la impronta de Zambrano en el pensamiento del cubano fue de mucha importancia. Comparar ambas obras es un acierto y al mismo tiempo un gran elogio, muy merecido, para Plácido, de nuevo parangonable con la gran tradición sin que sintamos que cometemos un exceso o que estamos intentando engrandecer, infundadamente, nuestra tradición. Creo que este cubano mulato del siglo XIX está a la altura de su ilustre antecesor, si bien dentro de cierto rango puede haber diferencias, pero estas no son capitales. Quiero ahora citar in extenso los momentos finales de la conferencia de Lezama, donde encontramos a un crítico de la más refinada estirpe, aproximación semejante a otras muchas que hallamos en sus fabulosos ensayos, dignas todas ellas de sus mejores maestros franceses. Leemos Yo, en mi Antología, al hablar de Plácido he hablado de poesía plateresca, y esto conviene dilucidarlo. Como el estilo plateresco o manuelino es el estilo que se asemeja al trabajo de joyas y camafeos, un estilo plateresco quiere decir un estilo muy refinado, como una joya. Y en ese sentido no me refería yo a que a veces Plácido tiene algo plateresco y mucho menos porque Plácido trabajase en una platería. Es un poeta plateresco en el sentido de cómo trabaja, cómo airea, cómo decide su espacio poético. Los juegos de los cuatro elementos de la naturaleza, es decir, cómo frente al espacio, el fuego, el aire, la tierra, el agua, con qué refinamiento, con qué cestillo, con qué personajes –los vemos como personajes– van siendo elaborados y trabajados. Y cómo Plácido va convirtiendo la ductilidad de su palabra en algo así como la platabanda de México, es decir, la plata suave, la plata que permite ser En realidad, Plácido no depende de la literatura para crear ni para ser valorado, es el puer ludens, el niño jugador. Pero el ruiseñor –decía Jean Cocteau– canta mal, le rossignol chante mal, pero ese cantar mal es lo que asegura que sigamos oyendo al ruiseñor. Además, nosotros decimos que el ruiseñor canta, en realidad no hay la palabra para decir qué es lo que modula, qué es lo que incorpora al aire. Si cantase bien, el ruiseñor sería insoportable. No canta saltando el papel pautado de las escalas del sonido, sino en el aire y para el aire. Y ese aire fresco, juglaresco de Plácido todavía sigue acariciando las mejillas del cubano, con un canto de encanto peculiar.33 Lezama leyó nuestra poesía desde una extraordinaria altura espiritual. De ese diálogo surgió una crítica del más alto linaje, no obstante la prosa descuidada de algunos pasajes de sus ensayos valorativos y de sus caracterizaciones de poetas. Tenía la singular capacidad, infrecuente, de saber hallar en la escritura los grandes momentos de creación. Su mirada penetraba hacia un centro que se nos revelaba entonces en sus posibilidades fecundantes, virtud mayor del crítico. Siempre vemos en sus trabajos más detenidos y profundos cómo va asociando la obra de un autor con una tradición que lo integra y lo define. Sus acercamientos a Martí, aunque no escribió nunca un ensayo para llegar a las profundidades de su inmensa obra, nos muestran las reales dimensiones de la figura en términos de una universalidad que rebasa todo contexto y su pertenencia a una historia espiritual que lo nutrió y lo hizo trascender. Las páginas que dedicó a Plácido nos iluminan su legado desde la propia poesía y entregan la imagen de un poeta de su tiempo y de siempre, de su época y de la nuestra, un poeta que perdura más allá de su momento y que se nos hace más pleno y disfrutable cuando percibimos, en las reflexiones lezamianas, sus secretas relaciones con una secularidad y un estilo frente a la muerte. Gracias a Lezama y a Enrique Saínz

Source: http://www.acul.ohc.cu/lezama_lector_de_placido.pdf

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