Microsoft word - libroslibres. la sombra de masada

En el año 72 d. C., el general romano Lucio Fla- vio Silva, hastiado por los problemas que suponíala existencia aún rebelde de Masada —último bas-tión de la revuelta judía—, marchó hacia la fortale-za con la Legio X Fretensis y preparó un asedio casiimposible, que sólo consiguió dar frutos en la pri-mavera del año 73 d. C., después de vencer el desa-fío de la naturaleza con un terraplén ciclópeo e in-verosímil. Fue una victoria sombría. Cuando Lucio Flavio Silva por fin consiguió atravesar sus muros, elpasmo, el horror y la admiración se apoderaron delgeneral romano. Sabía que, desde hacía unos tresaños, en Masada habitaban alrededor de un millarde personas, incluidas mujeres y niños. Sin embar-go, al entrar en ella no encontró a nadie que se le re-sistiera. Todos habían muerto. Se habían suicidado. La historia de Shimon bar Shmuel Armathajim está basadaprincipalmente en la información suministrada por los manus-critos hallados en 1972 en la ciudad de Pella, actual Jordania,adquiridos por la Autoridad de Antigüedades de Israel y ex-puestos en el Museo de Israel.
El hallazgo dirigido por el arqueólogo Hillel Silberman se produjo en una tumba subterránea esculpida en la roca, pro-bablemente perteneciente a comienzos del siglo II. Entre los di-ferentes osarios hallados, estaba el de Simón, hijo de Samuel,con su nombre grabado en arameo. Junto al mismo, habíaunas altas y cilíndricas jarras de arcilla que contenían los per-gaminos escritos con tinta de carbón y atados en lino.
El descubrimiento de los Manuscritos de Pella supuso un hallazgo fascinante tanto para arqueólogos como para histo-riadores judíos y cristianos. La información contenida en ellosvenía a reforzar la única fuente histórica de lo sucedido enMasada. Si bien historiadores clásicos, como Estrabón o Plinio,mencionan la existencia de Masada, sólo el historiador roma-no-judío Flavio Josefo proporciona una significativa informa-ción histórica en su obra La guerra de los judíos. Por ello, estenuevo escrito no cristiano se convirtió en un documento detanto valor, no sólo por la información suministrada sobre Ma-sada, sino también por su alusión a la polémica existencia deJesús de Nazaret.
En los años posteriores a la publicación de estos pergami- nos, la Iglesia Católica se mantuvo al margen de cualquier controversia, y evitó hacer declaraciones sobre este hallazgo.
Ante la insistencia de algunos medios de comunicación, en1985 el portavoz de la oficina de prensa del Vaticano, JoaquínNavarro Valls, declaró por primera y última vez que la SantaSede no quería pronunciarse sobre la controversia suscitadapor los Manuscritos de Pella, y que éstos, en ningún caso,constituían una fuente de información fiable para la Iglesia.
Sin embargo, en los últimos años, el mismo Hillel Silber- man y otros prestigiosos arqueólogos, tales como M. Nowitz, R.
Hartal o S. Mizrahi, han publicado diferentes estudios queavalan la autenticidad de los osarios y la de sus pergaminos,reafirmando su datación histórica.
En la década de los 80, la transcripción de los Manuscritos de Pella ha sido publicada en todo el mundo y en diferenteslenguas, aunque sin gran repercusión mediática. La novela, nodeja de ser una ficción que intenta reconstruir la esencia delrelato de Shimon bar Shmuel Armathajim, y obviamente nopretende ser una traducción literal de los mismos. Su contro-vertida información, inicialmente escrita en arameo, recons-truye cuidadamente las experiencias vividas por Simón, el hijode Samuel, quien atestigua la debacle de Jerusalén y descubrela historia de los últimos habitantes de la fortaleza de Masada,camuflada por Flavio Josefo en una gran leyenda de heroici-dad y valor.
El enigma que entrañan los Manuscritos de Pella abre un debate que está muy lejos de cerrarse. Esta reconstrucción delo sucedido entonces pretende abarcar a un público extensoque pueda juzgar por sí mismo la verosimilitud del testimoniode Shimon, un olvidado judío sobre el que se tejió una extrañaprofecía antes de que él naciera.
La noche suspiraba sobre la fortaleza y las estrellas relampa-gueaban limpias. En Masada pesaba un silencio tenso que au-guraba el retumbar de la batalla y Simón anheló como nuncalas tierras de su padre cerca de Jerusalén. Sin embargo, a suhogar lo recordaba humeando, un huerto arrasado con sañacuando todavía era casi niño, con su madre arrastrándolo ha-cia la ciudad santa, aquella que sería humillada por la hiel dela guerra y por un odio ancestral.
Simón avanzó hasta la muralla occidental y subió a una de las dos torres albarranas que vigilaban la enorme rampa depiedras que la legión iba amasando paciente y segura. El cen-tinela lo vio ascender y le dio la mano para ayudarlo a llegarhasta la cima.
—¿Te envía Eleazar?—No. Es que no puedo dormir.
—No deberías estar aquí —le dijo—. Es muy peligroso.
—El peligro está en el avance de esa rampa, Jairo, y cuando nos alcance, de verdad no quisiera estar aquí.
—Otra vez con tus monsergas, muchacho. ¡Debes ganarte a tus hermanos y no hablar así! —le dijo severo, pero paternal—.
Si hablas así, creerán que eres un cobarde.
—¡Es lo que pienso! ¡No es temor!—Quizás te convendría no decir todo lo que piensas. Hay veces que es mejor callar, Simón, y no aumentar el odio de tushermanos. ¡Pueden ser muy peligrosos! —Créeme que lo intento, pero me cuesta callar lo evidente.
—¿Lo evidente?—Sí, lo evidente.
—¿Y qué es para ti lo evidente? —preguntó el centinela.
—Que deberíamos rendirnos, porque.
—Eres muy joven, Simón —le interrumpió—. Ni imaginas lo que sucedería con nuestra rendición.
—Pero sí imagino lo que sucederá sin ella —sentenció el jo- ven, vehemente y seguro de sus palabras.
Simón apenas tenía dieciocho años y los hombres de Elea- zar todavía lo veían demasiado mozo, y blando. Receloso de lasarmas y de la lucha, ellos lo habían visto madurar entre lasmujeres de la fortaleza, matizando sus facciones, endureciendosu cuerpo y profundizando su voz. Para los rebeldes, Simón nohabía dejado de ser aquel niño que su madre le había enco-mendado a Eleazar bajo juramento, y al que su líder habíaprotegido como a su propio hijo, pero sin cariño.
—Pronto la acabarán, y morirán muchos inocentes —insis- —Lucharemos como siempre, y seremos semilla para que —¡Ya sabes lo que han hecho con Jerusalén! Imagina lo que —¡Jerusalén no era Masada! —afirmó el centinela enérgico—.
Esta fortaleza es casi invencible, y nosotros lo seremos con ella.
Simón calló y aspiró el hálito fresco de la noche en el desier- to. Prefirió no tensar más aquel encuentro. Luego, dejó que sumirada se deslizase por aquel terraplén que los amenazabadesde hacía apenas un mes, e intentó recordar la promesa quele había hecho a su padre antes de morir, como si todo hubiesesucedido ayer.
—Eres un buen muchacho —le dijo Jairo—. Pero no eres de los nuestros. Y los hombres lo saben.
—Lo sé, pero nada puedo hacer.
—Yo creo que sí puedes. Aunque sea podrías disimular tu —Ya te he dicho que no siento miedo. No es eso.
Jairo no le contestó. Movió su cabeza negativamente, afir- mando su certeza, intentando manifestarle que su obstinaciónno le aportaría bienes. El joven lo ignoró y se mantuvo silentedurante algún tiempo, con sus ojos rozando los ásperos pe-druscos que se acumulaban allá abajo, lejanos todavía, peroque, tarde o temprano, acabarían siendo un peligro inminente.
Entonces, el valor sería necio, y la audacia una forma de mo-rir. Él lo sabía, y no se lo podía callar.
Quizás fuese mejor que la noche narcotizara su lucidez, que enmudeciese su certeza, y le otorgara la razón a aquel vetera-no acólito de Eleazar. Pero no podía. Él no era como ellos, yellos eran como habían crecido. Los hombres como Jairo fuerontrepando por la vida revueltos en sangre, jugándosela en cadaaltercado, habituados a paladear peligros demasiado hoscos.
Eran zelotas que habían aprendido a convivir tanto con lamuerte, que ya no la sabían ni distinguir.
Sin embargo él no. Él no era así. Su padre lo había criado de otra manera. Había sido tallado despacio, con la prudencia deun pulcro orfebre, entre los rollos y tinteros del Templo, ama-sado con palabras suaves y una paciente esperanza que acaba-ría enredándose en él. Por eso, antes de que su padre muriera,hubo de jurarle que cumpliría su destino. Sus manos sangrien-tas estaban todavía crispadas, temblando entre las de Simón,y sus labios exhalaban su última voluntad débilmente.
—No lo olvides nunca. Tú fuiste el elegido.
Y no lo olvidaba. Aquellas imágenes que había heredado de su abuelo no le permitían olvidar, como tampoco lo había he-cho su padre, Samuel. Había crecido con ellas, abandonado auna confianza insólita que cobraría sentido algunos mesesdespués. Aunque en aquel momento no estuviese seguro denada. Sentía la muerte ciñéndolo cada día un poco más, asfi-xiándolo, como las legiones del general Tito habían hecho conJerusalén, esperando en la cima de aquel peñasco inexpugna-ble que temblaría con sus gritos póstumos.
—Eres distinto a tus hermanos —le había dicho su padre muchas veces antes de que se lo recordase por última vez—.
Con el tiempo he comprendido que no es suficiente con mi con-fianza para que la tengan ellos también.
—¡Pero si tu padre lo vio todo! ¡Él jamás nos habría engañado! El abuelo no era así —le decía Simón casi ya mozo y púber.
—Ellos lo saben, hijo. ¡Claro que lo saben!—Entonces, ¿por qué no lo creen?—Porque ellos no lo han visto. Simplemente por eso, Simón.
—¡Pero el abuelo sí!—Para ellos simplemente fue una alucinación, y alguien —¿Y los otros? ¿También engañaron a los otros, padre?—Simón —le dijo su padre acariciando su suave mentón con ternura—, no intentes entenderlo. Hay algo que les impidecomprenderlo, algo que yo tampoco me puedo explicar. Por esosé que tú eres el elegido, y tú nunca lo deberás olvidar.
Jairo, aquel hombre recio, de piel endurecida y aparente- mente de mirada sin alma, no parecía ansiar nada más que elveneno de la guerra, como Eleazar. Ambos creían en una liber-tad que jamás alcanzarían, pero que les daba sentido. Él no. Élansiaba una auténtica libertad, que no era otra que vivir. De-seaba escapar de la fortaleza con Miriam, a la que amaba cadadía un poco más, aunque su padre, Eleazar, todavía no imagi-nara el brío de aquel deseo por su hermanastra. Ya entoncesSimón sabía que amarla era imposible. Sabía que su padrastrojamás le entregaría a su hija, y que sólo podía esperar hastaque la desolación lo abarcara todo; hasta que Roma devoraralos despojos de una revuelta que se les había enquistado, y élintentara huir, esconderse, simplemente sobrevivir.
No le importaba cómo. Pero con ella, con Miriam. Porque él ya no conservaba nada, y no permitiría que se la arrebatasentambién.
La guerra le había amputado a su familia y había puesto fin a su infancia tranquila. Le habían saqueado su existencia. Los su- yos le palpitaban dentro con sus voces cálidas y cercanas, pero yano estaban. Habían muerto. Y él había deambulado por los enor-mes espacios de una soledad asumida, pero acre. En aquella cimaampulosa de habitaciones inmensas y fatuas, ya no conservabanada. Nada. Excepto el anhelo por cumplir con un presagio que loalejaría de Masada, junto a ella, a la que no amaba como a unahermana, porque en su cuerpo la sangre le latía de otra manera.
—¡La próxima noche le diré a Eleazar que cuente contigo como centinela! ¿Qué te parece, Simón? El joven lo miró sorprendido. La sonrisa de Jairo presagiaba buena voluntad. Por algún motivo, aquel viejo veterano lo que-ría bien, mucho más que Eleazar. Hacía tiempo que Simón lohabía notado.
—Eso, si tú lo quieres.
Claramente hubiese contestado que no. No le gustaba la idea de que una noche sin luna fuese traspasado por un pilum1o por alguna ballesta que alcanzase a la fortaleza. Entoncesacabarían sus días sin más gloria que la del temor. Pero ne-garse hubiese sido sentenciar su fama de niño y exaltar su au-ra de ser débil y apocado ante sus hermanastros, que lo odia-ban. Ellos despreciaban cada una de sus insinuacionespacíficas, cada uno de sus paseos con Miriam, cada una de suspalabras cultivadas por un rabino que simpatizaba con los na-zarenos. Y Simón sabía que no le convenía tenerlos como ene-migos. En eso Jairo tenía mucha razón.
—Consúltalo con Eleazar, Jairo. Haré lo que él quiera. No creo que tenga muchas alternativas aquí arriba. Creo que no.
—Pienso lo mismo, muchacho. Hoy mismo se lo diré. Y —No estés tan seguro.
—Lo estoy. A él no le gusta nada verte tan medroso. Desa- 1 Tipo de lanza que utilizaban los soldados romanos.
Él no se sentía un cobarde. Había visto tantas muertes ab- surdas, que su corazón se negaba a comulgar con una existen-cia vacía, lejana de cualquier sentido. Deseaba casarse, tenerhijos y una vida entre viñedos, como la de su padre.
Simón cerraba los ojos y, casi cinco años después, lo conti- nuaba viendo con los párpados bien abiertos, con un brillo fríoen la mirada, suplicándole que se acercase. La espada le habíatraspasado limpiamente el vientre y el legionario la habíavuelto a enfundar todavía goteando su vida. Desde tierra, Sa-muel emitía gemidos sordos y guturales, y con sus dos manosintentaba obstruir el manantial de muerte que le brotaba tibio.
La sangre se veía borbotear por la herida y por la boca, hastaahogársele las palabras. Entonces Simón se intentó acercar,pero su madre lo retuvo como si fuese el único asidero que lequedaba para no precipitarse en la nada. Pero él insistió. Lu-chó contra sus brazos y el centurión asintió con la cabeza,mientras Samuel estiraba una mano ensangrentada hacia suhijo. Corrió hacia él, tendido a metros de su casa, entre man-zanos, perales, almendros y cerezos de un huerto que lo habíavisto crecer, y que ahora le descubría la muerte. Fue entoncescuando se lo recordó por última vez.
—No temas, Simón, el Señor está contigo —su padre le su- surraba al oído, con una voz a cada instante más raída—. Re-cuerda lo que vio tu abuelo., lo que te he contado, hijo. no loolvides, nunca, Simón., cuida.
«De tu madre», le habría dicho. Pero murió, y el centurión les dijo que tenían hasta que cayera el sol para darle sepultu-ra, que a partir de entonces huyeran, porque el huerto queda-ba confiscado por el general Vespasiano, y que debían que-marlo por sedición. Los cuerpos de los zelotas se esparcían porla propiedad, después de una enfurecida batalla contra unaveintena de soldados de la quinta legión romana.
—Nadie diría que están ahí, observándonos día y noche, —Durante la noche es fácil hacerlo, ¿no crees? Todo es pe- numbra y fuegos demasiado lejanos, como si pudiésemos esca-bullirnos por el desierto sin que ellos nos viesen. Eso es lo quete gustaría a ti, Simón.
—Si pudieses, ¿acaso a ti no?—Es inútil plantearse algo que no es real, y que no puede suceder. Esto es lo que debes entender, Simón: ¡Es hora de quereacciones, muchacho! Simón no contestó. Cerró sus ojos como si intentase elevarse de allí, como si su memoria fuesen alas, pero luego los abriópara contemplar las estrellas luciendo como antorchas blan-cas. Hizo un giro con su cabeza e intuyó la soledad del desiertode Judea intentando alcanzar el Mar Muerto. Después apretólos dientes, se despidió de Jairo y se propuso olvidar. Al menoshasta mañana.
La guerra había comenzando hacía siete años, cuando Simónera un niño feliz que alternaba los días entre la Ciudad Alta deJerusalén y el huerto donde pasaban las temporadas de calor,al norte de la ciudad sagrada, a menos de quince estadios2,camino de Samaria. Su padre, Shmuel bar Yosef, era un hom-bre rico con grandes hectáreas de viñedos y olivos que trabaja-ban él y sus jornaleros. Se había criado sin hambre, contem-plando desde la terraza de su hogar la magnífica traza delTemplo, encumbrado entre los montes Sión y Moria, ajeno a lamonotonía de una Jerusalén hacinada. Su padre, sin embargo,había inculcado a él y sus hermanos un respeto por los deshe-redados y un aprecio por todo lo que tenían. El contacto con losnazarenos había convertido a Samuel en un hombre de riquezagenerosa y de actitud humilde. Es por ello que sus hermanosmayores sudaban con la tierra como si fuesen temporeros,mientras Simón asistía diariamente al Templo a educarse enla Torá impartida por los escribas.
Pero la revuelta acabó con todo, poco a poco, como un vene- no que se va diluyendo en la vida de un pueblo que ansiaba lalibertad. Una libertad que no alcanzarían de la forma que pro-ponían los zelotas; vociferaran que no había otra manera, y 2 El estadio era una unidad de longitud griega, que tomaba como patrón la longitud del estadio de Olimpia, que equivalía a 174,125 metros. Como era habitual en la anti-güedad no había una sola medida para el estadio. Podía variar según las regiones. Portanto, aquí serían 2 Km. aproximadamente. que las palabras limpias y justas los llevarían igualmente a lacruz.
Todo había comenzado en el año 66 d. C., pero también mu- cho antes. Los judíos llevaban tatuada en la piel más de un si-glo de dominación y vejaciones. Roma los había ido sometiendocon humillaciones que sus tradiciones religiosas y su orgullocomo pueblo no supieron digerir. Si bien su espíritu indómitopreocupó al Imperio Romano desde siempre, el engranaje mili-tar de la gran potencia fue la garantía de una dominación ab-soluta. Aunque no de la paz.
Pero en la primavera del año 66 d. C. comenzaron a precipi- tarse los acontecimientos. El procurador romano Gesio Floro,corrupto, avaricioso, e insatisfecho con los abusos que perpe-traba a los judíos, en un alarde de osadía, sustrajo diecisietetalentos del tesoro del sagrado Templo. El pueblo se sintió co-mo nunca avasallado, y estalló con burlas y protestas públicascontra el procurador. Gesio Floro no tembló, y volvió a alar-dear de un poder poco discreto. Envió a sus soldados a que sa-quearan parte de Jerusalén, para luego azotar y crucificar sinpiedad a un puñado de habitantes. Entonces la poblaciónenardeció definitivamente. Aquel sería el germen de una grantragedia que Samuel, el padre de Simón, intuyó lejanamente.
Sería, sin lugar a dudas, el detonante de una gran revueltaque buena parte de los judíos ansiaba desde hacía más de cin-co décadas.
Pero sobre todo, los zelotas.
El procurador romano, ante la agitación de la ciudad, prefi- rió alejarse a Cesarea. Dejó en Jerusalén una legión y cedió laresponsabilidad del orden a los hombres del Sanedrín. Fue du-rante aquel verano cuando los rebeldes tomaron la ciudad.
Aprovechando la ausencia del controvertido procurador, que-maron el palacio del Sumo sacerdote, lo asesinaron y atacaronla Fortaleza Antonia, el corazón de Roma en la ciudad.
Para ese entonces, Jerusalén estaba empachada de judíos dispuestos a lo que hiciese falta, y por ello, inflamados de vio- lencia, no sólo asaltaron la fortaleza, sino que también asesi-naron a toda la guarnición auxiliar romana y obligaron a lastropas del palacio de Herodes a refugiarse en las torres. Perosin víveres. La rendición no tardaría demasiado. Los soldados,a cambio de una falsa promesa de libertad, descendieron paraser aniquilados sin piedad. No sólo murieron los auxiliaresromanos, sino centenares de ciudadanos sospechosos. Todo elodio contenido durante siglos emergió en horas, y por todo elterritorio se sucedieron las matanzas de judíos y gentiles3, quese acuchillaban en las calles en medio de una orgía de sangre.
La insurrección alcanzó otras ciudades y llegó hasta Alejan-dría.
Samuel en aquel momento, a pocos estadios de la ciudad, supo lo terrible que sería el rugido del Imperio. Supo que losromanos se encargarían de devastar al enemigo y aplastar lasrevueltas poco a poco, con el pesado aparato de las nervudaslegiones romanas; un hormigueo de hombres de acero, unaturba disciplinada arrastrando pesadas catapultas y arietes.
—No os marchéis, hijos míos —les había dicho Samuel an- tes de que partiesen hacia la revuelta en el verano.
—¡No entiendo cómo no lo comprendes, padre! —le dijo José— . Roma nos humilla todos los días y tú miras hacia otro lado.
—¡Eso es injusto!—No lo es —intervino Judá—. Es muy fácil no querer que nada cambie cuando no te falta de nada. ¡Israel nos necesita,padre! ¡Debes entenderlo de una vez! A Samuel le supuraban aquellas palabras. Toda su vida ha- bía sido una entrega a los demás. Siempre había tratado conjusticia a sus jornaleros, había refugiado a los nazarenos en sucasa y había sido muy generoso con sus donaciones. Samueldaba gracias a Yahvé de todo lo que tenía, y lo hacía diaria-mente.
3 Los judíos consideraban gentiles a los que no seguían las leyes de Moisés.
—Sólo quiero que viváis, hijos míos. La guerra acabará con vosotros, y con vuestra libertad. ¿Acaso os falta de algo? ¿Aca-so no sois más libres que nuestros temporeros? —No, no lo somos —le contestó Judá—. Has de saber que su pobreza es fruto de los impuestos con que los sangran los ro-manos. Por ellos luchamos nosotros. Por ellos, y por todos.
—¿Y no os importa morir? ¿No os importa el sufrimiento de —La muerte se nos puede cruzar en cualquier lugar, padre —le dijo Judá—. Incluso aquí. Pero nosotros volveremos. So-mos muchos los que nos rebelamos, y cuando el pueblo se nosuna, seremos invencibles.
—Estáis equivocados, hijos míos. Roma no tendrá piedad.
Y Samuel no se equivocaría. Aunque sus dos hijos todavía no lo podían imaginar. Todavía faltaba la reacción de la granbestia, que en la primavera del año 67 d. C., por mandato delemperador Nerón, ordenaría a su general Flavio Vespasianoque iniciara la reconquista de Israel. Vespasiano llevaría conél a su hijo Tito, un oficial de 27 años que había heredado lasvirtudes militares de su padre. Entonces asolarían la regióncon nueve legiones de cinco mil hombres cada una, y aproxi-madamente el mismo número de auxiliares. Los estados alia-dos estaban obligados a aportar sus tropas, y el total de fuer-zas a las órdenes del general fue de unos cien mil hombres.
Sin embargo, para invadir Israel sólo utilizaría las legionesV, X y XV.
Lo cierto es que la guerra no sería fácil, y los romanos no podrían desarmar la agitación hasta cuatro años después,cuando en el verano del año 70 d. C., su hijo, el general Tito,arrasara la ciudad y destruyera el Templo, símbolo y centrodel judaísmo. Para aquel entonces la situación estaría ya casicontrolada, a punto de someter a Herodium y Maqueronte, for-talezas todavía insurrectas.
En ese momento, la revolución había sido prácticamente ex- tinguida. Pero no del todo. En el desierto, mientras Jerusalén todavía ardiese, resistiría la impenetrable fortaleza de Masa-da, donde Simón se haría hombre.
Pero todo eso sucedería después de que sus hermanos par- tiesen, después de que los jóvenes desoyesen los consejos de supadre, después de que Simón ya abandonase el huerto. Y todasu infancia.
Simón había huido a Jerusalén dos años antes de que la ciu-dad santa se desalmara del todo. Había buscado el cobijo delTemplo, santuario de Israel, donde creían que estarían segu-ros. Aunque él y su madre no acertaron. En aquel momento nolo sabían, pero Samuel sí lo hubiese vislumbrado. Sin embar-go, nada pudo decirles porque su asesinato había sellado suslabios impunemente.
Lo habían tenido que sepultar en la cripta donde se halla- ban sus abuelos, excavada en la montaña, junto a la que Joséhabía inhumado al rabí de Galilea. Sara, su madre, se tuvoque hacer fuerte bebiendo las finas lágrimas que labraban supiel cobriza y arrugada, y bajo la mirada indiferente del centu-rión arrastró a su marido hasta el sepulcro, donde lo depositósobre el alargado banco de piedra tallado para él, junto a lososarios de sus progenitores.
Lo desnudó entre caricias. Limpió el cráter reseco de su vientre y la sangre de sus manos, y luego lo ungió con un un-güento hecho de bálsamo, deslizando los dedos sobre su pielcomo en un masaje. Después lo envolvió en una tela y le dijo aSimón que se despidiese. Éste se acercó, lo besó en la frente yse juró obedecer a su destino y cumplir su mandato, mientrasSara estallaba en un llanto que sofocó sobre el cuerpo inerte desu esposo. Ya había poca luz, y ella no quiso encender su lám-para de aceite. Simplemente se irguió y dijo a su hijo que de-bían salir. No hubo ni familia, ni dolientes descalzos, ni sal-mos. Sólo la apatía de los soldados que esperaban fueracuando ya estaba oscureciendo.
—¿Cuándo podré volver? —le preguntó Sara al centurión.
El centurión sonrió sardónico. Su aspecto era vigoroso y te- mible. Su cota de hierro ajustada sobre el jubón lo realzaba re-cio frente a ella, mientras sostenía su casco de bronce debajode su axila derecha, como si ya no tuviese nada que temer y seencontrase distendido.
—Creo que no lo has entendido, judía. Esto ya no te perte- —Pero mi marido y los osarios de su familia están aquí.
Sólo quiero poder cuidar su sepulcro. Es mi obligación.
—Sigues sin entenderme —le decía con vocablos torpes, pe- ro inteligibles—. Debes irte. De tus tierras dispondrá ahora elgeneral Vespasiano.
Sara no pudo hablar más. Temía el tono amenazante de aquel hombre, y que su pequeño Simón corriese peligro. En elfondo de su corazón, Sara quería creer que los soldados respe-tarían el sepulcro. Los judíos lo harían porque la profanaciónestaba penada con la muerte. Todo el que tocase hueso huma-no o cualquier sepultura quedaría ritualmente impuro, tal co-mo rezaba el libro de los Números, dentro de la Torá; inclusoaquel que inhumara el sábado o dentro de los límites de la ciu-dad también quedaría infecto. Sin embargo, ella sabía queaquellos gentiles despreciaban sus leyes, y abandonó la criptacastigada por una incertidumbre que se llevaría hasta su tum-ba en Jerusalén.
—Habéis tenido suerte de que os deje vivir. Podríais haber acabado como estas inmundicias —les dijo finalmente el cen-turión, señalando los cuerpos de los zelotas que estaban amon-tonados cerca de la casa que ya estaba ardiendo—. Contad loque hacemos con los que ayudan a los rebeldes. Ahora, desapa-reced.
El romano les había hablado en un arameo disuelto en vo- cablos latinos, pero le habían entendido perfectamente. Sara ysu hijo salieron del huerto y alcanzaron el camino polvorientoque los guiaría a Jerusalén. Atrás, humeaba su vida, mientras la noche cubría Judea casi a la hora duodécima4, y las higue-ras, palmeras y sicomoros que salpicaban la calzada comenza-ban a parecerles fantasmas que iban a atormentarlos. Erandos almas alentadas por el miedo y la tristeza. Buscaban res-puestas y deliraban de dolor. Simón sabía que sus hermanoseran responsables de aquel crimen, y también sabía que, siellos hubiesen estado, habrían sido ejecutados también.
Su padre, Samuel, hijo de José el de Arimatea, había criado a sus tres hijos igual. A todos les había inculcado las palabrasde Yeshúa bar Yosef, el galileo amigo de su abuelo. A todos leshabía contado sus apariciones, pero Judá y José siempre lashabían escuchado con más indiferencia, aceptando aquellasnarraciones increíbles, pero que no acababan de brotar enellos. Quizás, pensó Samuel, si no hubiesen estado emponzo-ñados por las enseñanzas de Eleazar ben Yair, si no lo hubie-sen conocido desde muy jóvenes, quizás entonces, Judá y Joséhubiesen abierto su corazón y habrían visto y entendido, comosu abuelo, como su padre. Pero no. Eleazar llevaba tatuado elodio en su espíritu y ese narcótico había contagiado a sus her-manos, que creían que Yahvé liberaría a su pueblo con un me-sías como el rey David.
David, aquel monarca que había gobernado un milenio an- tes, cuando el país de Israel alcanzó su máxima ostentación.
No sólo había fundado la ciudad de Jerusalén, sino que tam-bién había expandido y fortalecido su reino frente a sus nacio-nes enemigas. Para gran parte del pueblo, la imagen del nuevomesías era la del rey David, un líder que, si se preciaba deserlo, debía llevar grabada su aura de leyenda. Él los rescata-ría de su esclavitud y los liberaría de una pobreza demasiadoarraigada, mientras Roma se llevaba sus impuestos y ellos ca- 4 De acuerdo con el calendario romano, entre las 3:40 y las 4:27 en el solsticio de invierno. En el solsticio de verano, entre las 6:17 y las 7:33. Ho-ras diurnas.
llaban, sin poder alzar la voz contra las injusticias, porque po-dían acabar asfixiándose en aquellas cruces clavadas por lossecuaces del procurador romano.
—El rabí de Galilea no cambió nada —les diría Eleazar a sus hermanos—. El verdadero mesías probablemente esté enJerusalén, esperando el momento de levantar su espada.
Samuel, cuando Judá y José partieron hacia la ciudad para atacar la Fortaleza Antonia, bajó la cabeza y se resignó a sudestino. Abrazó al pequeño Simón y, definitivamente, com-prendió por qué la profecía lo incluía a él, al más pequeño.
¿Qué habría hecho mal? ¿Por qué no habrían podido admiraral rabí como él lo había hecho de joven, cuando su padre le en-señó por primera vez el sepulcro? No tenía respuestas, perosabía que tras cada una de las cosas que iban sucediendo exis-tía un hilo conductor invisible que lo movía todo y que le dabaun sentido al mundo. Aunque ellos todavía no lo pudiesen des-cifrar.
—Por eso nunca lo debes olvidar, Simón. Sólo de ti depende —Pero, ¿por qué yo, padre? Soy demasiado joven, no sé si —Lo serás, porque tú has sido el elegido. Algún día yo no estaré y tú sabrás qué hacer. Estoy convencido. Confía.
Cuando Judá y José volvieron al huerto de su padre, Sa- muel, Sara y Simón llevaban dos años instalados en aquel ver-gel al norte de la ciudad intentando esquivar la revuelta quehabía comenzado en el 66 d. C. Eran tiempos de infierno, dejornaleros hambrientos, tierras arrasadas e impunidad roma-na. Samuel ayudaba a sus labriegos e iba agotando su fortunade la misma forma que la mayor parte de su cosecha de olivaresy viñedos era arruinada por los romanos. Jerusalén resistía, pe-ro el pueblo se agrietaba de hambre y sufrimiento. Entoncesuna noche aparecieron ellos. Atravesaron cautelosamente eljardín de una casa pulcramente blanqueada, esquivaron el pe-queño estanque donde tantas veces habían chapoteado sus pies a la sombra de una frondosa higuera y golpearon suave-mente la puerta con jambas y dinteles trabajados en piedra,signos de una vivienda acomodada. Su padre supo que eranellos antes de abrir la puerta.
No le pidieron poco. Se habían escabullido de la ciudad en busca de algunos víveres del campo y sólo le suplicaban que losdejase refugiarse al menos una noche. Pero no venían solos, nifue sólo una velada. José, Judá y ocho rebeldes se guarecieronallí siete días, hasta que dos de ellos cayeron en una embosca-da y uno descubrió a sus compañeros. Entonces todo se preci-pitó y sus vidas estuvieron sentenciadas.
Y las de Samuel y su familia también. Pero José y Judá no estaban en el huerto. Como el delator, habían salido a hacerun reconocimiento de la zona, planeando el mejor camino paravolver a la ciudad.
Simón siempre supo que sus hermanos no fueron los princi- pales responsables de su paraíso perdido. Sin embargo, cuandotiempo después los divisase clavados y agonizando desde susmaderos, no podría evitar sentir que aquel era el camino quehabían elegido. Aquella imagen y aquel infame sentimiento loatormentarían durante muchos años. Por supuesto, tambiénen sus días en Masada.
Masada se erigía en lo alto de un escarpado monte con formade meseta, en los bordes orientales del desierto de Judea, ele-vada sobre el Mar Muerto, cerca de dos caminos: uno que cru-zaba el desierto de Judea hacia Moav en la costa oriental delrío Jordán, y otro que conectaba Edom, Moab, Arava, EinGuedi y Jerusalén. Se elevaba a una altura de cuatrocientosmetros sobre el nivel del Mar Muerto y cincuenta sobre el niveldel Mediterráneo.
Era una rocosa montaña rojiza, cuya cima había sido ero- sionada por la espada del viento y decapitada de una cumbreabrupta que facilitaba una enorme explanada de seiscientosmetros de longitud y trescientos de ancho. En ella, Herodes elGrande había levantado una compleja estancia presidida pordos inauditos palacios, construidos pocos años antes como es-tancia de verano. Su belleza era árida, pero majestuosa, y elmonarca ansió una morada única, casi inexpugnable, aisladade bandoleros, rebeldes y de sus múltiples enemigos.
Y es que Herodes el Grande había sido odiado por su pue- blo. Medio idumeo y medio nabateo por parte de madre, fueconsiderado por los israelitas como tal. Es decir, como un ex-tranjero que llegó a tener bajo su dominio toda Palestina yTransjordania. Su nombramiento como rey en el 47 a. C. porJulio Cesar le supuso la animadversión de aquel pueblo indó-mito que siempre añoró su libertad. Por ello, Herodes intentópromover su imagen con una política de mejoras, entre las quedestacó el ansiado Templo de Jerusalén o la fundación de la bella ciudad de Cesarea. Pero no tuvo éxito, y jamás fue amadopor su pueblo. No importó que impulsara el comercio y la eco-nomía, y que en la época de hambruna en el año 25 a. C. sedeshiciese de gran parte de las riquezas de sus palacios paracomprar trigo a Egipto. Nada de eso importó. El pueblo lo re-cordaría duro, sanguinario y contaminado por Roma. Lo recor-darían ajeno a sus tradiciones, aislado de ellos, como la inacce-sible Masada, donde el monarca soñaría con rozar el Olimpo.
Cuando Simón llegó a ella por primera vez, le impactaron sus accesos imposibles y escarpados. Masada estaba rodeadade vertiginosos acantilados y se accedía a ella a través de dospequeños senderos. Uno de ellos, situado en el flanco oriental,fue por el que ascendió él. Junto a Eleazar, su familia y cente-nares más, serpenteó hasta la cima a lo largo de seis kilóme-tros del ancho de dos hombres, con una pendiente demasiadovaliente para que los arietes romanos se pudiesen empujar.
Alcanzar la fortaleza era un desafío arriesgado que se re- compensaba con la sublimidad de su cumbre.
Simón había llegado a ella hacía dos años, junto a un pueblo que huía de la muerte. Fue arrastrado por unos rebeldes quevendían una gloria infranqueable, liderados por Eleazar BenYair, que los había convencido con las promesas que un día lehabía vendido su primo, Menahem, nieto de Judas el Galileo.
Judas el Galileo, el de la pobre Gamala, una cumbre rocosa protegida por profundos y amplios valles, vecina de Betsaida,en Galilea, había sido quien en el 6 d. C. había emponzoñadola región de una rebeldía que algunos bautizarían como zelota.
Sus ideales patrióticos influenciaron a los judíos que vivieroncerca del Mar de Galilea y su mensaje mesiánico perduraríamucho más allá de su muerte.
Judas, el rebelde galileo, había luchado y predicado la insu- rrección. Había dedicado su vida a agitar a un pueblo vencido,incitando en cada una de sus peroratas patrióticas a que nopagaran los impuestos al emperador. Los tributos eran dema-siados e injustos. Se pagaba por usar la tierra, por cada perso- na que habitaba en ella, por derechos de aduana y, además,había un impuesto sobre las ventas. El pueblo muchas vecesera aplastado por estas obligaciones, y debía abandonar suscasas. Judas mantenía indignado que la tierra pertenecía sóloa Yahvé, y que Roma no tenía ningún derecho sobre ellos. Paraél, pagar el tributo suponía aceptar como legítimo el dominioromano.
Los loables ideales del galileo perduraron muchos años, pe- ro él no. Quintilio Varo, gobernador de Siria, acabó con su viday con la revuelta, aunque su estirpe rebelde se perpetuaríahasta Menahem y Eleazar, sus nietos.
Menahem Ben Iehuda no era hermano de Eleazar, sino su primo. En el año 48 d. C., su padre había muerto crucificadojunto a un hermano por órdenes del procurador romano Tibe-rio Alejandro. Menahem, con su abuelo, su padre y su tío cruci-ficados, fue acrecentando su fobia cada año un poco más. Comomuchos judíos, se dedicó a la agricultura, se casó, engendróhijos y malvivió en Yodefat, cercana a Séforis, esperando suoportunidad, recordando el sufrimiento de su familia y el cas-tigo de las cruces. Y la ocasión llegó. Cerca del año 66 d. C.,después de esporádicas asonadas por todo Israel, los ánimoscomenzaron a caldearse y Menahem desenfundó como nuncasu espada. Reclutó más rebeldes de los que solían acompañarloen sus emboscadas y tropelías, y se lanzó hacia una revueltaque estallaría definitivamente en Jerusalén.
Sin embargo, esperó algún tiempo antes de llegar a la ciu- dad del rey David, porque ideó un asalto estratégico que pensóle serviría de refugio en caso de huida o de peligro y, mientrasotros asolaban a los romanos en la capital de Judea, él sor-prendió a una exigua guardia que protegía Masada, la olvida-da fortaleza de Herodes en el desierto. Menahem no sólo seapoderó de un importante arsenal de armas, sino que, al partirhacia Jerusalén buscando la gloria de la revuelta, dejó a un ve-terano de confianza y a algunos rebeldes para que la protegie-ran. Aquel hombre se llamaba Tomás.
En la ciudad santa, después de muchos años, Menahem vol- vió a encontrar a su primo Eleazar, algo más joven que él y alque había formado años atrás recorriendo Galilea mientrasjornaleaban, calentando su sangre poco dócil, aquella que de-rramara su abuelo Judas, el de Gamala, el primer zelota quetodos creían recordar entonces.
En aquel momento, Menahem Ben Iehuda le confesó su ha- zaña y le aseguró que, pasase lo que pasase en el asedio de Je-rusalén, ellos siempre tendrían escapatoria, porque juntosmarcharían hacia Masada, donde Roma los olvidaría antes depoder vencerlos. Pero Menahem no sobrevivió a Jerusalén.
Meses antes de que Tito cercara definitivamente la ciudad y deque Eleazar decidiese huir, una emboscada fratricida acabócon su vida en el atrio de los gentiles del Templo. Paradójica-mente, no había sido Roma la que lo había asesinado, sinoenemigos judíos que le disputaban mando y autoridad.
Sin embargo, Eleazar Ben Yair nunca olvidaría que la inexpugnable Masada era guardada por un viejo acólito deMenahem, y cuando creyó que fue necesario, huyó hacia allí.
Al alcanzar la fortaleza después de un inhóspito desierto, elviejo Tomás se tambaleaba entre la vida y la muerte. La vejezy la fiebre lo tenían tan derrotado que apenas sabría distin-guir entre Menahem y su primo. No obstante, aquel puñadode rebeldes aceptó a Eleazar como el sucesor de aquella castade zelotas inaugurada por Judas, el de Gamala, cuando lamayoría no habían nacido. Menahem nunca volvería y a Tomáslo enterrarían pocos días después que Eleazar irrumpiese enla fortaleza.
En aquel entonces, cuando Simón, Eleazar, los suyos y un pueblo desheredado escalaron el arisco peñón por primera vez,Roma todavía no pensaba en ellos, sino que se preparaba parasitiar definitivamente Jerusalén. No habían levantado dema-siadas sospechas entre los soldados romanos porque los veíanavanzar derrotados, empujando carros con todo lo que teníanen esta vida, entre animales que berreaban desorientados rumbo al sur. Quizás a Hebrón, Ein Guedi, Arad o Alejandría,pensarían ellos. Jamás imaginarían un destino tan rebelde, niun futuro tan épico. Habían andado durante dos días en direc-ción al sureste, buscando el Mar Muerto, a más de doscientosestadios5, y en el desierto de Judea revivieron el letargo de ca-lor y sed de sus antepasados hebreos6.
Hasta que el viejo Tomás, el secuaz de su primo, y Eleazar se encontraron cara a cara en un mediodía de sol gigantesco.
El pequeño reducto de Menahem los había visto zigzaguearhasta la cumbre desde las torres que se asomaban de la forta-leza. Trepaban secos y apretados, lentamente y con cuidadoesmero para no caer al vacío de sus acantilados.
Aquel día, Tomás sólo pudo esperarlos dificultosamente er- guido frente a los enormes almacenes que se alzaban al norte.
Tenía un rostro cetrino y enjuto, y se apoyaba en un cayadocon el que mantenía el equilibrio.
—¡Eleazar! ¡No lo puedo creer, muchacho! ¡Cuántos años hace, por Yahvé! —le dijo en un rudo arameo—. ¿Dónde hasdejado a tu primo? Eleazar guardó silencio, lo miró fríamente a los ojos y le dijo:—Él ya no vendrá. Murió en una emboscada.
Su cara se turbó y Eleazar percibió el temblor de su cuerpo —¡Malditos romanos! —pronunció con rabia.
—No fueron ellos, Tomás, sino los hombres de Juan de Gis- cala. Nunca lo admitieron, pero todos lo saben. No tardarán enpagarlo, créeme.
El envejecido y enclenque Tomás se tambaleó un poco, pero 5 Cuarenta kilómetros, aproximadamente.
6 Se refiere al Éxodo del pueblo judío, guiado por Moisés aproximada- mente quince siglos antes. Habían salvado el escollo del Mar Rojo y, segúnlas Sagradas Escrituras, habrían vagado cuarenta años por el desierto, aun-que esta cifra es simbólica: significa mucho tiempo.
—Venimos a resistir, Tomás. Jerusalén es un infierno que —Aquí no les será tan fácil vencernos, Eleazar. Y tú te tie- nes que encargar de que así sea. Yo.
Hizo una mueca de dolor y se quebró hacia adelante, mien- tras Eleazar volvía a intentar que no cayese.
—Déjame acompañarte. No deberías haber hecho este es- —Quería ser el primero en abrazar a Menahem. Quería demostrarle cómo había guardado la fortaleza, cómo había sidofiel a su encargo, pero ya ves, amigo mío, estoy muy enfermo.
Entonces, mientras el pequeño gentío celebraba entre can- tos y sonrisas, Eleazar ayudó al viejo zelota a rodear el edificioque albergaba las provisiones, y luego los lujosos baños de lafortaleza, hasta que por fin coronaron las escalinatas del Pala-cio del Norte, tan sublime y majestuoso como él jamás habríasoñado.
De pronto, los mosaicos, los baños, las columnas talladas en piedra, los mármoles y las enormes terrazas sobrevolando eldesierto le parecieron un milagro. Aquella residencia de vera-no era una quimera inimaginable, un desafío a la naturalezaen la cual habrían dejado la vida hambrientos obreros y escla-vos de los que ya nadie se acordaba. Eleazar estaba exhausto,feliz y furioso. No había imaginado bien la gloria de aquel lu-gar y aquello compactó aún más su ya pétreo corazón. No po-día comprender cómo una gran parte del pueblo languidecíamoliendo el grano y amasando una harina pobre y demasiadoescasa, mientras los reyes impuestos por Roma malgastabancon tanta voluptuosidad los impuestos de su pueblo.
Simón, hijo de Samuel y de Sara, esperaba fuera junto a los otros, inspeccionando aquella llanura inaudita que parecía ro-zar el cielo. Estaba junto a Haviva, la esposa de Eleazar, suhija Miriam, sus hijos Rubén, Jonatán y Benjamín, sus muje-res y sus pequeños vástagos. La pequeña multitud que acaba-ba de tomar Masada rondaría los trescientos. Sus rostros esta- ban castigados de calor y las sandalias y los pies parecíanamasados por el polvo del camino.
—Soltad vuestras cosas y venid —dijo uno de los rebeldes El paisaje de la explanada les pareció increíble. Ocre y du- ra, pero de un verde insólito bajo un cielo amplio y claro. Esta-ba aderezada de sicomoros y palmeras con sombras generosasy un fértil huerto interior que sobrevivían con el agua que secanalizaba hasta la fortaleza.
Aquella cumbre parecía una ciudad. En el norte, el palacio donde había entrado Eleazar junto a Tomás, descendiendo es-calonado hacia el desierto y el mar, como si fuese la proa deaquella insólita montaña casi sobrenatural. Frente a él, seagrupaban ingentes almacenes y exquisitos baños que el pue-blo jamás había conocido. En la zona central, una estancia so-briamente adornada con columnas corintias y decenas de habi-taciones que se abrían alrededor de su estructuracuadrangular. Hacia el oeste, relucía otro inconcebible palacioque se alzaba sobre la muralla, con sus muros de vastas pie-dras suavizados por el brillo blanco de mármoles y losas talla-das. Desde allí, andando hacia el norte, sin abandonar la refe-rencia de la muralla occidental, una pequeña sinagoga seacercaba al precipicio. Al sur, un columbario deshabitado y,algo más adelante, aparecía el objetivo de aquel hombre gene-roso que los guiaba con una sonrisa amplia.
—¡Agua! —oyó como exclamaba la multitud.
Cuando el gentío lo vio, todos sintieron el vocerío de júbilo de hombres y mujeres, y Simón durante un instante creyó queya estaba en el Edén junto a Yahvé. Una alberca excavada enla roca acumulaba el agua de la fortaleza que también era uti-lizada para el baño ritual de los judíos. Unas escalinatas depiedra se introducían en un agua confusa, pero bendita. El lí-quido se iba acumulando gracias a acueductos, canales y di-ques construidos faraónicamente para atrapar el agua de laslluvias invernales.
—Bebed y refrescaos —dijo aquel hombre.
Los hombres desataron sus ceñidores, se deshicieron de sus túnicas y por turnos fueron introduciendo los pies en los esca-lones para refrescar su cuerpo empapándose con las manos.
Las mujeres esperarían a que los varones acabasen, mientrasdesnudaban a los niños y les purificaban todo el cuerpo.
La piscina parecía una colmena.
Haviva, la mujer de Eleazar, esperaba a un metro de los es- calones, con Miriam de pie junto a ella. Su turno llegaría des-pués, como el del resto de las mujeres. Ellas observaban ansio-sas la escena, con el resplandor del agua desbordándoles losojos. Mientras tanto, Simón las sentía detrás de él latiendo conpena, sobre todo a ella, a Miriam, una niña núbil y hermosacon la que había convivido durante un camino de sol temiblecomo un látigo, pero de frías sombras en la noche.
Cuando alcanzaron el desierto, las ásperas colinas comen- zaron a lastimar los pies, y el paisaje se onduló amarillo. Unmonótono laberinto devastado por el calor aturdió los pasos delos hombres, y entonces Simón le dijo a Haviva, que arrastrauna cabra, que él se ocuparía de la niña. La tomó de la mano yla fue guiando con sacrificio, detrás de una multitud tambiénextenuada.
Durante aquellos pasos, el hijo de Samuel escuchó sus pri- meras palabras, y la descubrió por primera vez. Él le describiósu mundo perdido, y ella le habló de una vida apagada y siem-pre en guerra. Simón no imaginaba entonces lo que la habríade amar.
—Acércate, Miriam, refréscate la cabeza —le dijo Simón, Su madre la miró y asintió. Ella avanzó, se quitó las sanda- lias e introdujo los pies en el primer escalón. El sol ardía sobrela piedra y abrasaba la piel, pero al percibir el contacto delagua, Miriam sintió que la vida comenzaba a reverdecerle elespíritu. Simón juntó sus manos como si fuese un cuenco y de-rramó el agua sobre la cabeza de su hermanastra, hasta que las gotas se derrumbaron como lágrimas sobre su pelo negro ysu rostro sonrió ampliamente.
—¿A que sienta bien? —le dijo Simón.
—¡Muy bien! —contestó Miriam.
Ella no lo miraba. Sumergía su mirada en el agua, mientras Simón repetía la misma acción, como si la estuviese bautizan-do en el Jordán.
—Tu compañía me ha aliviado el desierto —le susurró él mientras elevaba sus ojos en la búsqueda de los suyos.
—A mí también —le contestó avergonzada.
Luego ambos rieron como hacía mucho tiempo no lo hacían, y él pensó que aquella muchacha era muy hermosa. Despuésde la muerte de toda su familia, se sentía tan desahuciado dela tierra a la que había pertenecido, que aquella sonrisa seconvirtió en lo más cercano a un hogar que hasta entonces ha-bía percibido.
Él apenas tenía quince años. Ella, trece.

Source: http://www.libroslibres.info/pdf/La%20sombra%20de%20Masada%20PRIMERAS%20P%C3%81GS.pdf

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